Dice el labrador al trigo: para Julio te espero, amigo.
Y esperando estaba Alipio a que llegasen las cosechadoras un
día de Santo Tomás Apóstol.
La mañana se despertó con sol, con una brisa del saliente muy
normal en los días de verano y con los vencejos piando a rás de suelo tras los
insectos.
Pero allá a media mañana, se cruzó con Alfonso camino de Los
Corrales y estuvieron de acuerdo en que ese sol no les gustaba un pelo, rabiaba
ya alto y abrasaba la piel que quedaba a su merced.
Para el medio día se despidió de los amigotes en el bar, con
un vamos a ver si están los fréjoles. La calle ya estaba hecha un infierno.
Bochorno, sol sádicamente picante y una calma del aire, eran
los agentes encargados de retirar de la circulación el aire que respirar y los
culpables de que Alipio arrastrase las zapatillas por el asfalto derretido de
la carretera, naufragando, camino de casa, en la galbana.
Después de un ratico de siesta, de esas que traen tan malos
despertares, con el cuerpo como saliendo de un post operatorio, se asomó a la
ventana por ver en qué declinaba el día.
La cosa no apuntaba
bien. Por la parte de Las Cercas empezaban a aparecer unas nubes, que digo
grises, más bien negras y muy poco tranquilizadoras y la luz del día empezaba a
entristecerse, cada vez que el sol se escondía tras cualquier nube.
A las cinco y media los primeros truenos y los primeros
ruidos, los vencejos raseando las calles y la gente mirando al cielo desde los
dinteles de las casas.
A las seis se armó picuda. Primeros goterones que se
espanzurraban contra la tierra. Poco a poco más y más fuerte y Alipio al bar,
que era la primera puerta abierta.
Allí miraban todos como embelesados, como se desplegaba una
densa cortina de agua y disimulaban los temblores ante cada trueno, ante la
escandalera de luz y sonido que regalaba el cielo.
A las seis y media se fue la luz y quedaron en el bar en
penumbras, a merced de los fogonazos de luz de los relámpagos.
Las caras de los tres o cuatro labradores que estaban allí,
se fueron poniendo más que serias, cuando vieron rebotar en la calle los
primeros granizos.
Una cosa era la expectación de los primeros veraneantes, al
disfrutar de la cisquera meteorológica y otra cosa muy distinta las caras
largas de los labriegos.
El que no repasaba el estado de sus seguros de pedrisco,
pensaba en cómo serían de gordos los granizos en Hontanares. El año no es que
viniera de maravilla, faltó algo de agua en mayo, pero por lo menos todo el
cereal había nacido bien y mejor o peor había ido granando. ¿Y los girasoles,
qué va a ser de los girasoles, tan tiernos aún?
Cuando allá para las siete menos cuarto empezó el bombardeo
de perdigones de hielo, del tamaño de las avellanas, todo el mundo, por muy
veraneantes que fueran, se echó las manos a la cabeza y Alipio empezó a hacer
lo que en muchos años no hacía; rezar.
¡Madre mía! dijo Aurelio, de ésta no queda nada. ¡Hostia,
hostia! Sólo atinaba a decir Alipio.
La cosa quedó en agua y a las ocho menos diez, vino la luz.
Parece que escampa, dijo Alipio. Salió por la puerta del bar,
camino de casa, rezungando entre dientes. Amigo de Santo Tomás, siempre tomas y nunca
das.