Cuando una
gota de lluvia cae al suelo lo hace sin estruendo, de forma inadvertida y
anónima, como cuando se mece una brizna de hierba al son del viento. Pero cuando
va aumentando la lluvia, su sonido, el de miles o millones de gotas, termina
con todos los sonidos previos y esparce por el aire una alarma, que apremia a
refugiarse.
Esta tarde
el cielo se nubló, como estas últimas tardes de primavera, en las que parece
que el sol se cansa de los días más largos y la luz se vuelve menos intensa.
Las nubes se dibujaban más oscuras en el cielo
y parecía que amenazaba, ya no tan lejos, el estruendo de un cielo enfadado y gruñón.
Me he
sentado en los escalones del umbral de mi puerta, esperando una vez más un
espectáculo tan nuevo y tan antiguo como una tormenta, con la sensación de ser
el único espectador en el patio de butacas.
Había una
nube más oscura que las demás, aproximándose por la carretera que sale del
pueblo, después del puente sobre el río. Tenía a su alrededor una cortina de
agua y vaho, que se estaba desplomando sobre Valdejindia, ya despoblada de
majuelos, con un estruendo lejano y amenazador, fanfarroneando de poder
terminar con el mundo y con la luz.
¡Quién no
teme a una tormenta no teme a dios! me decía mi madre cuando yo era un niño,
embelesado con los quehaceres de las nubes oscas. Ella cerraba puertas y
ventanas, sacando las estampas, encendiendo velas y temiendo el final de los
tiempos.
La nube
oscura erró el tiro y salió desviada por encima del Alto del Castro, apenas
tocando de refilón al pueblo y llevándose con ella su maldición de gotas, que
acribillan cuanto encuentran al caer. Detrás de ella quedaron otras nubes
gregarias, de esas que no tienen el suficiente valor para hacer temblar los
tejados y más que descargar su furia, lloran dulcemente su nostalgia del mar
sobre la hierba.
El suelo de
cemento de mi calle empezó a mojarse, primero con algunas gotas que se
extendían al chocar contra el pavimento, estampando pequeños intentos de cráter
de un color más oscuro y después dibujando brillos y reflejos de las tapias
abandonadas a su suerte.
La lluvia
era mansa pero abundante, haciendo temblar a los charcos que se habían formado
y pintando nuevos reflejos en el cemento.
No hay
sinfonía como el caer de las gotas, ni director de orquesta capaz de aunar
tantos instrumentos como el agua tañe.
Las tejas con un sonido agudo y opaco,
los charcos con el chasquido del agua contra el agua, los troncos huecos con
unos graves secos haciendo de contrabajo, las gotas que rebotan de un tejado a
otro de un nivel inferior, el correr precipitado por los tubos de las bajantes,
que desaguan en las aceras, los canalones de PVC que ríen con la corriente,
salvando las paredes de las viejas casas, el repiquetear de la lluvia contra
las hojas de los árboles y de los rosales, la hierba estremecida, los pájaros
escondidos.
La calle entera estalla con los cantares del agua, mientras alguna golondrina sigue arriesgando su vuelo rasante en busca de insectos.
La calle entera estalla con los cantares del agua, mientras alguna golondrina sigue arriesgando su vuelo rasante en busca de insectos.
Es imposible
abrir los ojos que escuchaban cerrados, sin padecer un escalofrío ante tanta
belleza gratuita.
No se puede conservar la ira, ni los nervios exaltados, ni
tensar el rostro, ni los músculos alerta, ni la atención a otra cosa que no sea
el concierto.
Y no he
podido aplaudir porque mis brazos se han rendido y mi cuerpo ha dejado de
pesar.
Pero ha “escampado”
ya.