miércoles, 22 de mayo de 2019

PEREZA

No tengo mucho que hacer por las mañanas. Amanece despacio en éstos días en los que acaricia el sol y brilla el verde de los árboles.
En realidad por las mañanas el pueblo está igual de mudo, de quieto y de vacío que siempre.
Ésta mañana se cayó otro tejado, el de la casa de Los Terreros, una familia que hace décadas marchó del pueblo, bueno hace décadas que se fueron todos.
Por éstas calles sólo paseo yo, antes me preocupaba si se caía una tapia, si algún corral se llenaba de zarzas, pero ya no. Estas ruinas han sido siempre mi hogar, por aquí corrí de chiguito, acosando a cantazos a los pardales, de mozo trepando a la higuera desde donde ver acostarse a Manuela, y ahora paseo sintiéndome el dueño del pueblo.
Al principio me sentía solo. Nadie iba al bar cerrado, nadie a misa a la iglesia, ningún chaval a la escuela, ni siquiera oía la bocina del panadero pitar, ni venía el coche de línea. La cosa es que me he ido acostumbrando, mi pueblo es más mi pueblo que nunca, hasta los vencejos me parecen míos.
Al fin y al cabo, a nadie dolió mi soledad, nadie se preocupó el invierno que me puse tan enfermo, ninguna autoridad se preocupó de asfaltar la carretera, a nadie le importó que cada semana se arruinase una casa y nadie se ha enterado de que yo llevo siete años muerto.