Cuando se levantaba cada mañana le parecía escuchar, dentro de la misma habitación, a la orquesta tocar el bolero de siempre y a ella susurrar a su oído la letra de la canción mientras bailaban.
Era la forma de empezar un nuevo día y de tomar aire, para soportar otro día más esa falta del oxígeno que la envolvía al andar.
Cada noche era un salto en la oscuridad y un soportar el peso de la ansiedad en el pecho, buscando desesperadamente su piel en el lado izquierdo de la cama, en el que ella nunca estuvo y ya nunca estaría.
Media vida palpando esa ausencia entre las sábanas, pero sabiendo que podría ahogarse en ese reflejo de mar, agarrado a sus ojos, en cualquier momento, como un regalo de la vida en el instante más inesperado. Tarde o temprano terminaba por presenciar el vuelo de palomas blancas en las manos de ella, como si le acariciasen a través del aire.
Aquel día, cuando ella cerró sus ojos al mar para siempre, pensó que podría sobrellevarlo. Al fin y al cabo los años le habían acostumbrado a respirar sus ausencias y a templar en solitario la temperatura de las sábanas. Sabía imaginarla flotando en el aire de la habitación, podía oler sus aromas enganchados de las hojas de los chopos por donde ella solía pasar y escuchaba su voz en cada tañido de campana o en cada susurro de brisa.
Pero no, le costaba recuperar todas esas sensaciones ahora que ella ya no estaba. Esta vez las noches ya se volvieron totalmente negras, porque se había apagado, para siempre, la luz de luna sobre la piel que antes alumbraba. Él se revolvía en la cama, tratando de recuperar su cara en la pared de las retinas, agitaba las manos en el aire oscuro tratando de tocar sus cabellos, como un clavo ardiendo al que agarrarse y sólo apagaba el clavo con las lágrimas. Era imposible empujar al reloj a cumplir horas y orientarse en el frío.
Hasta que un catorce de febrero, como escapando de uno más de los naufragios de las noches, le pareció que junto a su cama, ella le llamaba desde una pista de baile, envuelta en un destello de raso rojo y lanzándole su mirada como un salvavidas.
No, no es que enloqueciera, es que cantaba el aire dulce y ella susurraba a su oído la letra del bolero. Así cada despertar, hinchando el pecho para nunca más ahogarse. Pasarán más de mil años, muchos más…
Es bien bonito el texto :) va a juego con el bolero. Un beso
ResponderEliminarMe ha salido en la casilla de la verificación de comentarios un corazón y la palabra "roses" Y me he dicho ¡Coño! se alinearon los planetas con el texto... luego me acordé que era San Valentín. A ver qu sale ahora
ResponderEliminarCorazón más chocolates.... Me dan ganas de seguir probando...
ResponderEliminarUn beso muy grande
Confieso no tener nada que ver con esos fenómenos de los corazones y los chocolates, pero no me importaría ser el autor.
EliminarGracias por venir y un beso.