lunes, 30 de diciembre de 2013

La Burundanga

images Si es que lo del Ramirín no tiene arreglo. Le han bajado la pagucha que tenía y casi no le llega para pagar la luz. Pero el jodido cobra a primeros, cuenta los cuartos y se deja caer otra vez en el vicio.

¡Qué le va a hacer uno, está uno soltero! A nadie tiene uno que dar explicaciones de en qué gasta sus perras, de si va o si viene.

Va a tener que echar mano de las cuatro perras que tenía su madre en la cartilla, de cuando estuvo en Alemania. Ahora le toca también pagar algo de las medicinas para lo suyo y habrá que retejar, que el invierno viene húmedo y las latas no dan abondo a las goteras.

Cuando va a mirar la cartilla de la caja de ahorros le dicen que ya no tiene un duro, que lo metió en no sé qué sitio preferible o preferido y que se ha esfumado casi todo, que con lo que sacó la última vez se ha quedado sin pluma y cacareando, como el gallo de Morón.

Sí que sacó algo, sí, pero apenas recuerda que salió de La Caja derechito a ver a las zagalas del Volcán Rojo. Pero no puede ser que lo gastara todo. Ramirín tiene vicio, pero vicio modesto, lo justo para aliviar la quemazón y marchar para casa.

Antes de lo del Volcán Rojo echó gasolina al viejo Cuatrolatas y ni miró el precio, pero los billetes salieron zumbando de su bolso.

Aunque lo mismo es verdad lo que dicen en el televisor, que circula una droga por los puticlúbs, que las meretrices te echan en la copa y te vuelves modorro del todo, lo llaman La Burundanga.

Con eso de La Burundanga te sacan las perras y tú ni te enteras.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Mariquitas

images Como llegó la receta de Madeleine, cocinera del rey de Polonia y duque de Lorraine, a los hornos de nuestras abuelas es un misterio de esos que no vale la pena desentrañar.

La cosa es que el recuerdo de la leche caliente de los desayunos y una madalena abierta, esponjosa, dorada puede disparar las glándulas salivares y ponerlas a plena producción.

¿Quien no se acuerda de ese apetito goloso a media mañana, que tiraba del mandil de madre o de güela ? ¿quieres una mariquita?, te respondían con la voz colmada de dulzura y te colocaban en las manos pequeñas, el papel relleno de una esponja de huevo y azúcar.

Tres o cuatro huevos, doscientos gramos de azúcar, un vaso de leche, otro de aceite, cuatrocientos gramos de harina y un sobre de esos polvos mágicos, llamados levadura, que hacen crecer y esponjar las masas.

Romper los huevos y batirlos en un cacharro con el azúcar. El color se torna de un amarillo intenso y el plás, plás que se oye al batir invita a cantar alguna canción de las que pueblan la memoria. A la luz del cigarro voy al molino. Y la mezcla del huevo y el azúcar desprende el primer olor a siembra dulce. Si el cigarro se apaga, morena, me voy al río.

Añadimos a la mezcla la leche y el aceite y el plás, plás se hace más grave y más pesado. Déjame subir al carro, carretero de La Robla. El amarillo de la pócima se asemeja ya al polvo de los caminos en verano. Déjame subir al carro, que quiero ver a mi novia. 

Al fin, volcamos la harina y la levadura mezcladas. Aquí más vale no cantar, pues el amasado toma un ritmo mas cansino, que sólo sigue una vieja acordeón venida de los aires melancólicos, de los marineros de La Habana. Que déjame subir al carro, carretero, que déjame subir al carro que me muero.

Todo trabajo tiene su reposo y la mezcla densa también lo pide. Media horita para charlar y para comentar si lloverá, desde los visillos de la ventana. También es la ocasión de poner el horno a precalentar a doscientos grados, de los centígrados.

Hay que echar la mezcla melosa en los moldes de papel, llenando aproximadamente las tres cuartas partes de él, para introducir las mariquitas en el horno. La temperatura podemos bajarla hasta los ciento y ochenta centígrados y podemos embobarnos viendo cómo crecen sobre el molde de papel y se van esponjando, y se van dorando y el aire toma ese olor dulce que se esparce por la casa y llama a los más pequeños, despertando su instinto de goloseo.

Al cabo de unos quince minutos pueden salir del horno y podemos espolvorear sobre ellas, una nevada de azúcar molida.

¡Helas ahí! tiernas, doradas, calientes, humeantes, tentadoras…

sábado, 14 de diciembre de 2013

Las luces

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Cada año por esas fechas, a ella le gustaba llevarle al centro de la ciudad, por ver si el ambiente navideño le encendía una brasa, que le avivase por dentro.

La tarde cayó como si lloviera. Oscureció y poco a poco se fueron encendiendo las luces de los coches, las luces de las farolas, las luces de los árboles de navidad.

A él nunca le gustó la navidad. Demasiados recuerdos en negro, demasiada niebla, demasiadas ausencias.

Enfiló del brazo de ella la Calle Mayor, esa calle recorrida mil veces, con olor a castañas asadas en los inviernos y un bullicio silencioso, sin estridencias, sin gritos, muy a la medida de gentes parcas hasta produciendo lágrimas de alegría.

Yo te sujeto como siempre, le dijo ella, apóyate en mi brazo y camina igual que en cada paseo juntos, como si fuera ayer, de la misma manera que lo hemos hecho en los últimos treinta y dos años.

Y él caminó hacia adelante sin vacilar, con esa fe ciega en quien te ha conducido, con mano firme y segura, por el borde de un precipicio, sin dejarte caer.

Metió la mano derecha en el bolsillo del abrigo que ella eligió, como elegía siempre su ropa. Él nunca entendió de colores, ni de combinaciones de prendas, ni de tonos, pero desde que la conoció no le hizo falta. Él era elegante porque ella lo era, él tenía gusto al vestir, porque ella lo tenía, él andaba seguro sobre los adoquines, porque ella le daba seguridad.

La gente caminaba por la calle con paso apresurado, en una inútil huida del frío. Las bocas exhalaban vapor y la lana cubría las ganas de liberar la piel. El aire dolía al respirarlo y la humedad caía al suelo, hecha cristalitos brillantes.

Continuaron los dos andando bajo los soportales y oyeron tocar a los músicos callejeros. Acordeones tristes y violines nostálgicos, le parecieron el más bello concierto que puede interpretar un hombre atrapado en la desgracia y pensó que la banda sonora de la Calle Mayor, le había contado como nadie a qué huelen los bancos en los que nadie se sienta, cual es el sonido de los pasos que aceleran al oír la música, por qué no hay pájaros en los portales.

Ya estamos cerca mi amor, le dijo ella, y él asintió con la cabeza vendada. De sobra sabía el número de pasos que hay desde el parque hasta el Cruce de La Gorda y desde allí a la entrada de la Plaza Mayor, los metros que hay desde la castañera hasta los villancicos del ayuntamiento.

Ella lo condujo hasta el centro de la Plaza Mayor, que les pareció a ambos el centro del mundo y allí le retiró la venda de los ojos y tomó su cabeza entre sus manos besándole los párpados.

Al fin, después de la operación, pudo decirle la frase que siempre había soñado decirle y él esperaba oír desde el día en que nació: ¡Abre los ojos! Y él con ganas, pero con miedo, los abrió.

Ahora si podía ver la música de las campanillas, y mirar cara a cara el rostro de la helada, sentir la altura del árbol de navidad de la plaza sin tener que escucharlo.

Aquel ser que tenía delante, debía de ser ella y no supo interpretar el brillo acuoso que pendía de sus ojos, pero le pareció la más bella visión que se había perdido tantos años.

Cuando las luces de navidad se encendieron en sus ojos por vez primera, cuando vio correr a los niños, cuando en su mirada se descorrieron las cortinas, se sintió como nunca cercano a la locura y supo por primera vez que aquello que le desbocaba el corazón, era alegría.