Hasta hoy, muy pocos lo sabemos, pero los Klutxis viven desde hace tiempo entre
nosotros.
Como se propagan las infecciones por el contacto, el pueblo Klutxi se ha
pegado a nuestra vida de una forma irremediable, si la humanidad no toma
conciencia de su presencia entre nosotros y decide finalmente combatirlos.
¿Cómo íbamos a imaginar que las ondas de radio, que enviamos al espacio
buscando vida, no sólo la encontrarían, sino que nos la traerían a nuestro
planeta?
Los Klutxis son unos seres diminutos en su estado natural, del tamaño de un
ratón de campo, pero milenios de evolución les permiten adaptar su tamaño a
cualquier medida, para aprovechar las posibilidades de vida en cualquier
circunstancia o ambiente.
Un día el pueblo Klutxi captó unas señales de radio, viajando a gran
velocidad por el espacio, y provenientes del planeta Tierra. En esas ondas,
viajaban imágenes de la Tierra, sonidos y miles de detalles sobre la vida en
nuestro planeta.
A los Klutxis les gustó nuestro mundo en general, pero se quedaron encantados
con unos seres inmaduros que parecían disfrutar de la vida sin orden ni medida:
los humanos adolescentes.
Su inteligencia colectiva decidió viajar a la Tierra para aprovechar y
disfrutar de esa característica de los adolescentes que a ellos les fascinaba:
El caos en sus habitáculos.
Los Klutxis necesitaban diversión, su vida era tan, tan perfecta y con tan
pocas posibilidades de disfrute, que siglos de educación les estaban haciendo
unos seres infelices. Necesitaban trasgredir normas, subvertir el orden, sembrar
el caos o vivir donde lo hubiera, pero necesitaban de maestros en esas artes que
les instruyeran.
Redujeron su tamaño al mínimo y se montaron sobre las ondas de radio que
rebotaban en su mundo y volvían a la tierra y en pocos años llegaron a nuestro
planeta y se esparcieron por él con la velocidad y la alegría de niños saliendo
al recreo.
Encontraron un método muy efectivo para su expansión. Decidieron cabalgar
sobre los electrones de las líneas de distribución de energía eléctrica y así, a
la velocidad de la luz, se propagaron por cada casa, por cada edificio, por cada
instalación que necesitase energía.
Después ocuparon todos los aparatos electrónicos que usan los adolescentes y
no quedó ordenador ni teléfono móvil sin la infección Klutxi.
En mi casa, después de cabalgar los electrones, se instalaron en la cámara
que queda entre el adobe primitivo y las placas de yeso que cubren y enderezan
las paredes. Allí volvieron a su tamaño natural y decidieron hacerse con mi hija
y su prima que a veces nos visita.
El intercambio estaba claro: Vosotras nos dejáis corretear por la habitación
y desordenar cosas, pisar ropa, deshacer camas y asolar otras habitaciones de la
casa, en particular el cuarto de baño, y a cambio nosotros haremos que funcione
de maravilla vuestro móvil y vuestro ordenador, ya sabemos que debido a vuestras
pocas precauciones, pilláis a menudo infecciones de virus, gusanos y troyanos,
pero nosotros acabaremos con ellos si aceptáis el trato.
Que las chicas aceptaron el trato no necesito contarlo y que empezaron las
clases de caos con entusiasmo por parte de profesoras y alumnos y con unos
resultados dignos del mejor colegio de pago, tampoco.
Se amontonaron prendas por el suelo. Aquí una camiseta, allí un sujetador,
allá unos pantalones sucios, acullá unas zapatillas. La mesa fue presa del mas
delicioso de los desórdenes, un libro abierto sustentando un par de calcetines,
unos cuadernos esparcidos, las puertas y cajones de los armarios abiertos, los
visillos de las ventanas por el suelo, el edredón de la cama también, las
sábanas arrugadas, la almohada luchando por no caer de la cama por un lado,
bolsas de pipas, restos de comida y un montón de Klutxis ebrios de felicidad.
Así llegó a la casa un tiempo nuevo en el que las chicas y su desorden, con
la ayuda de los Klutxis se apoderaron de todo. Al desorden que ya describí de su
habitación se sumaron luces encendidas, puertas abiertas, grifos sin cerrar,
charcos (sí, charcos) y desorden en el cuarto de baño, ruidos y risas a deshora,
remoloneos para acostarse y para levantarse, malas contestaciones y protestas
continuas.
Los Klutxis eran al fin felices, pero las chicas no tanto como ellas
pensaban. Por un lado vivían despreocupadas, pero por otro la presión en la casa
iba en aumento. Cada vez costaba más trabajo restablecer el orden, cuando los
padres lo exigíamos a cambio de la fiesta de algún pueblo y cada vez resultaba
más desagradable la vida entre tanta suciedad y desorden como producían esos
bichos insaciables.
Mi mujer sospechaba que algo raro pasaba porque Lucas Martínez, nuestro
perro, gruñía al pasar junto al cuarto de baño o al lado de la escalera que sube
a las habitaciones de la casa. Un día Lucas Martínez, como buen perro de caza,
apareció con un bicho extraño entre los dientes. Mi mujer corrió a subirse a una
silla, como hacía cada vez que veía un ratón, pero se le atascó el grito al ver
que eso era otro animal diferente. Lucas Martínez salió con el Klutxi a
invitarlo al almuerzo en el corral a la sombra de la mesa y el sexto sentido de
mi mujer subió como un tiro las escaleras y abrió la puerta de la habitación de
las chicas sin llamar.
¿Qué está pasando aquí? En ese momento el tiempo se detuvo, las chicas se
sobresaltaron y un millón de Klutxis se paralizaron por un momento, antes de
huir despavoridos por los agujeros de los enchufes de las paredes.
Las chicas confesaron todo entre lloros y decidimos vivir un día entero sin
corriente eléctrica y con un orden y limpieza exquisitos en la casa.
Parece que los Klutxis se han largado montados en las ondas de Radio María,
no sé si asustados por mi mujer o asqueados por tanto orden, pero parecen
habernos dejado en paz.
Ahora nuestra misión consiste en descubrirlos para que los habitantes de la
Tierra nos libremos de esa peste, encerrándolos en una cápsula espacial que
viaje directa a un agujero negro.
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