martes, 3 de septiembre de 2013

La diáspora

imagesHa terminado agosto y parece que se acabó todo. Los días siguen viajando con el sol por inercia, pero ya no importa el calor, no debería de seguir existiendo.

Hemos mirado, hundidos en la resignación, cómo se consumían los días de la última fila del calendario. Veinticuatro, veinticinco, veintiséis, no había forma de detenerlos. Esta vez daba vértigo la precipitación hacia el final de la semana.

Todos sabíamos que el tiempo en el oasis ha terminado, que volveríamos a comparar el allá con el acá, el huir con el quedarse.

Poco a poco, uniéndose las gotas a los arroyos y a los torrentes en huida, la tierra seca va desangrándose en un río, al que llama un mar extranjero, que convierte en jardines los campos de otros .

Y desde las dos orillas somos los mismos, pero tan distintos de nosotros mismos, tan parecidos a lo que ya no somos, tan añorantes de lo que hemos llegado a despreciar, tan ignorantes de nuestra propia metamorfosis.

Somos un pueblo en la diáspora, con las manos manchadas de barro perdidos en un vagón del metro, con los ojos llenos de rascacielos en nuestra aldea, con un colchón de paja en las ciudades y un lecho de reyes en la ribera de nuestro río.

Extranjeros en dos tierras, exploradores de dos mundos, hijos de mil culturas, hijastros de cada madre. Nos hemos acostumbrado a tener el hogar en cada lumbre y a conocer nuestros nombres en distintas lenguas. Sabemos quienes somos pero desconocemos nuestro lugar, aunque nos sean familiares por igual el mar y la rastrojera, el parque verde y las tapias de adobe descarnado. No hemos podido ser lo que soñábamos, pero ya hace tiempo que no somos los mismos que participaron en la despedida.

En el mismo exilio viven los que se van y los que se quedan y la separación hiere por igual a quien sufre la condena de los horizontes vacíos  y quien es vaciado, devorado por perseguir horizontes.

Unos queremos despedirnos de los amaneceres fríos y la tierra reseca y otros daríamos lo que fuera por no abandonar jamás las piedras de nuestra infancia.

Pero al final todos somos los que nos deshacemos al escuchar el canto de una alondra, nos abandonamos escuchando como un mantra el rumor del río bajo el puente, nos perdemos sin ganas de ser encontrados en las choperas verdes, nos remontamos al pasado rebuscando en la memoria colectiva.

Todos somos el mismo pueblo, esperando el próximo reencuentro con nosotros mismos.