martes, 27 de diciembre de 2011

El mi Barreiros

Machos¡Qué tiempos aquellos! Yo tenía una pareja de machos para tirar del carro, para arar las tierras, para arrastrar el trillo, eran mis compañeros de trabajo de sol a sol.

Me gustaba verles descansar al atardecer. Se llamaban Jardinero y Manchego y reconfortaba entrar en el calor de la cuadra y la paja mientras apuraban la cebada.

Jardinero se me murió a destiempo, cuando empezaba el verano. Tuvieron que prestarme una yegua vieja para salir del apuro veraniego. Manchego de pena o de viejo, en lo más apurado del acarreo y la trilla, una mañana se me despatarró en la Curva del Castro.

A mi se me vino el mundo encima  y me arrodillé junto a la bestia llorando. ¿Como terminaría yo  el verano si su ayuda? Le gritaba y lloraba ¿cómo me haces esto? yo que no he querido venderte por viejo, para que no terminases ciego y silicoso en alguna mina de La Montaña.

De nada sirvieron las lágrimas ni los reproches y a trancas y a barrancas terminé el veraneo con la yegua.barreiros

Para la sementera tuve que firmar un montón de letras para comprar un tractor. Aún no se cómo pude pagarlo con mis cuatro tierras. Renové letras, confiaron en mi honradez de buen pagador y terminé al fin con la deuda.

A mi Barreiros le cuido como a los machos. le dejo descansar cada poco entre surco y surco. Le vacío el agua del bloque en los inviernos y le mantengo protegido con sacos de las heladas.

Por eso, yo estoy seguro de que cuando yo entro en el portalón donde está y me acerco al mi Barreiros, él con sus farillos redondos, me mira y se ríe.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Una boca más

Presentado al concurso de cuentos de Navidad, convocado por la Asociación  de Mujeres Progresistas de Villamuriel de Cerrato.

NavidadNunca antes lo había hecho, pero esta vez la mano se le escapó hacia la estantería en la que se amontonaban las pastillas de turrón y escogió la más cara.

Salió de la tienda a zancadas, temiendo ser descubierto, con la vergüenza escondida bajo la chaqueta.

Desde que José perdió el trabajo en la carpintería metálica, todo se había amontonado en su contra.

El desahucio del piso donde vivía, el divorcio , el paro, el vivir en la calle, el mirar con los ojos grandes y la cara sucia a quienes le despreciaban desde su mejor suerte.

Había dejado sola a María en el viejo pajar abandonado, en el que se cobijaban desde que empezó el invierno.

María tampoco tenía trabajo desde que descubrieron en la empresa, que su vientre se abultaba por días. Su contrato temporal venció y el jefe de recursos humanos le enseñó con amabilidad la puerta de la calle.

La cola del comedor de Cáritas fue su lugar de citas, el alto del puente, el balcón idílico desde el que observar los atardeceres del ir y venir de coches y el viejo pajar abandonado, en el que compartían sus sueños, les hizo más que novios hermanos de hambre.

Por la calle alborotaban la noche las luces de Navidad, desde las tiendas salía el sonido dulzón de los villancicos y la gente iba de un lado a otro cargada con paquetes de regalos, bolsas con comida y demasiada prisa.

A María el vientre a punto de estallar y la llegada de las navidades, le habían llenado el cuerpo de melancolía y las lágrimas le rebosaban a menudo.

José se sentía impotente ante tanta tristeza y empezaba a contagiarse. Pensaba en cómo sería la llegada del niño para ellos. Llamaría a una ambulancia, correrían al hospital y al menos María y el niño estarían alimentados y calientes.

Aquella mañana cuando vio llorar otra vez a María, se puso a hacer el payaso para arrancarle una sonrisa y prometió celebrar la Nochebuena como debe ser.

Por eso robó la tableta de turrón, por eso corría ahora, entre temeroso y eufórico hacia su hogar, triste hogar.

Miró de reojo al coche de policía, que pasaba despacio junto a él. Y aunque le pareció que ellos lo sabían todo, pronto aceleraron y se alejaron dejando en él un suspiro de alivio.

El viejo pajar abandonado se encontraba a las afueras de un pueblo, que antes fue agrícola y que después, prosperando con la industria, se fue alejando de la vida rural.

Al salir de la luz de las últimas farolas, José se dio cuenta de que esa noche la helada era de aúpa. La hierba escarchada crujía bajo sus pies y las estrellas brillaban tanto que parecía que quisieran abalanzarse sobre él.

Cuando empujó la puerta destartalada del viejo pajar abandonado, oyó los gritos y los lloros de María.

María estaba sobre el colchón con la ropa mojada, las piernas abiertas y los dientes apretados, mordiendo el dolor.

A José le atacó el pánico en un primer momento y empezó a ir de María a la puerta y de la puerta a María, hasta que un grito con fuerza desgarrada, le hizo ver como aparecía la cabeza del niño.

José corrió a ayudar a nacer al niño y de pronto sus manos se tornaron sabias, aliviando el dolor de María, hasta que un llanto rasgó el aire frío del pajar.

Tras cortar con la navaja el cordón que había unido dos vidas para siempre, envolvió al niño en su chaqueta y se lo entregó a María.

Te he traído turrón, le dijo enternecido, feliz Navidad.

Mientras María mordisqueaba el turrón José dijo: Una boca más que alimentar.

María le miró con los ojos grandes y le respondió: Una boca más para pedir justicia.

viernes, 9 de diciembre de 2011

La Tejera

hornoUn Genio del Invierno, llegado con el viento del norte, portador de los aires fríos y vestido con el hielo y la nieve, llegó al pueblo un atardecer.

Se adentró por la calle, que formaban dos caminos al confluir y dirigió sus ojos de hielo a las casas donde los vecinos se resguardaban de los comienzos de la helada, al ponerse el sol.

Quiso entrar en las casas para helar los adobes, para solidificar el agua de los calderos, para endurecer las ropas y entumecer las carnes de los habitantes.

Golpeó con la fuerza de sus vientos en las puertas, zarandeó las ventanas y azotó las esquinas de las casas, pero los vecinos no le dejaban entrar. Quemaban troncos de los robles de La Cueza, azuzando los humeros, cerraban ventanas y contraventanas, para no dejarle ni el resquicio de los cristales rajados y aseguraban sus puertas con trancas y clavijas.

El Genio del Invierno cada vez se enfurecía más, aumentando la fuerza de sus vientos, queriendo derribar las casas de barro, tronzar los chopos desnudos y bufando entre las troneras del campanario.

Al fin, cuando comprobó la inutilidad de su furia, atentó contra las tejas de los tejados, levantándolas en hileras y dejando a las casas sin protección contra en frío y el agua y los vecinos pasaron un largo y tenebroso invierno.

Al llegar la primavera, empezó a brotar el trébol en una hondonada, protegida de los vientos y adornada con los ciruelos de una huerta, humedecida por los regueros que formaban cárcavas entre las colinas que la resguardaban.

De entre las cárcavas empezaron a salir unos duendes vestidos con el verde de la primavera y el blanco de las margaritas. Con la arcilla que encontraron empezaron a edificar un horno grande con un humero que se veía desde el pueblo, llamando la atención de los vecinos que acudieron al lugar.

El jefe de los duendes pidió ayuda a los vecinos y el Presidente de la Junta Vecinal convocó a hacendera para ayudar a los duendes a terminar el horno.

Después de terminar el horno, reunieron leña, amasaron la arcilla que sacaban de entre los altos, la dieron forma y la cocieron en el horno nuevo, para fabricar las tejas con las que retejar sus tejados y para construir nuevas casas.

El Genio del Invierno volvió al año siguiente, pero se tuvo que conformar con asolar las calles y los campos, supo que contra los vecinos unidos, nada podía.

Las gentes del pueblo siguieron atizando el horno y llamaron al paraje poblado por los duendes La Tejera.  

martes, 6 de diciembre de 2011

Cae la niebla, El aullido

loboAulló el lobo cuando la luna y la niebla custodiaban el pueblo. El aullido recorrió las callejuelas, dobló todas las esquinas y se disolvió en las brumas, desapareciendo para hacerse más presente en los miedos de las gentes.

Todos se preguntaban si sería como la última vez, cuando el amanecer dejó sobre las calles pedregosas la sangre de bestias y hombres, esparcida como semilla de muerte.

De la memoria de los vecinos colgaba el horror como los chupiteles ensangrentados, que aquel amanecer pendían de los tejados. El último noviembre les dejó para siempre un recuerdo del que avergonzarse y callar.

Desde entonces cada paisano leía en los ojos de sus vecinos el recuerdo común, el tabú instalado permanentemente en las calles.

Las horas transcurrieron lentas bajo la niebla densa. El pueblo estaba desierto por el descanso imposible y el miedo a transitar entre los vapores húmedos.

El segundo aullido se prolongó en el tiempo en un palpitar aterrorizado de los corazones. La niebla pareció acuchillada, pero su muerte era lenta y pesada y en todo caso, en la mente colectiva primaba el convencimiento, de que aun su cadáver les aprisionaría.

El hombre se despertó caído en el suelo, con los cantos clavados en sus riñones y el miedo agarrado a su garganta. Miró alrededor buscando un lugar donde esconderse, para escapar del miedo que patrullaba las calles y se dio cuenta de que eran las calles, envueltas en la niebla, las que se escondían de él.

Al volver una esquina se encontró desparramados los cadáveres de las ovejas de Parmenio, fuera de su corral, mezclando su sangre con la de los perros y más allá, como queriendo cerrar las puertas del aprisco, los restos del pastor, colgando como guiñapos del dintel.

El hombre quiso llorar al ver otra vez el horror señoreando las calles de su pueblo, pensó en los hijos de Parmenio, en la soledad de su viuda, en los ojos inocentes y atormentados de las ovejas y quiso llorar, quiso gritar, pero desde una parte de su ser que no era humana, acometió a la niebla el tercer aullido.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Santa Bárbara

 

En memoria de los mineros caidos.

LA CANCIÓN DEL MINERO clip_image001

A mi padre

 

Si el carbón roto en la rampa

quiere derrumbar mi alma

y el polvo negro me ahoga,

cuando crujen las trabancas.

Respiraré de tu boca,

postearé con palabras

y la fuerza de tus piernas

estas rocas que me llaman.

Luego, por la luz herido,

un día más al ver el alba,

como si hubiera perdido

una cita con La Parca,

yo te compraré un vestido,

más hermoso que las garzas,

que se miran en el rio

cuando se le escapa el agua.

También compraré, si vuelvo,

si las fuerzas no me fallan,

un balón a nuestro hijo

que ruede, por si le faltan

mis manos de carbón negro

y mi sonrisa blanqueada

y estos dos ojos que miran

sus manos de nata blanca.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Cae la niebla

niebla1Se acercaba a las afueras del pueblo en silencio, como se acerca un ladrón. Poco a poco, desde la llanura ancha del río abajo, como deslizándose en el aire, fue doblando la curva de alto de El Castro, puerta del pueblo y avanzando entre las casas. Mataba por asfixia a las escasas luces huérfanas del sol y agrandaba las sombras ahumando a la luna llena, mezclándose promiscua con el vómito de los humeros.

A la vez que se adueñó de cada esquina, que neutralizó cada farola, impregnó el aire de una humedad viscosa y fría que se pegaba a las tejas y penetraba en los huesos de los paisanos. El pueblo entero se adormecía en el aire chorreante.

Los sonidos de la caída de la tarde se fueron apagando como si la humedadniebla3 matase las ondas impidiendo su propagación por los campos. En definitiva, después de la muerte de los trinos, tras asustar la desesperación de los ladridos, sólo se escuchó con claridad el aullido despiadado de un lobo.

El castillo, desde su cerro dominante, quedó a salvo de la inundación de los vapores y divisó a sus pies un mar a la luz de la luna, donde antes discurría la vida.

Las gentes se refugiaban entre sus adobes para poderse ver las caras, para no caer en las garras de la noche y alimentaban con robles el aliento de sus hornachas, aun temiendo agrandar las garras del monstruo que les aprisionaba.

niebla2En las calles, la historia dejó de transcurrir, las campanadas del reloj dejaron de tener sentido y por ellas sólo vagaban las sombras escapadas de lo oscuro de los temores.

Nada tendrá sentido hasta que la luz del sol vuelva a despertar el calor, hasta que se sequen los chorreones del frío, hasta que el pueblo regrese a su lugar del mapa en el que desapareció.