miércoles, 29 de junio de 2011

La Cosechadora

CosechadoraA mi abuelo se le llevaban los demonios cuando veía una cosechadora.

Trabajando toda la vida de tapiero y con un puñado de tierras, sacó adelante sin lujos, pero dignamente, a una familia de seis bocas.

No es que no quisiera prosperar, no. Es que no lograba entender, donde estaba el beneficio de pagar, por algo que se logra trabajando.

-No puede ser que se lleve las ganancias, el que tiene dinero para comprar un chisme de esos.

Cuando en su última cosecha  la enfermedad le impedía empuñar la hoz, tuvo que ver como entraba en sus pequeñas parcelas, el monstruo de metal con rodillo, peines y cribas, a llevarse en billetes parte del trigo que él sembró.

¡Y nosotros mirando! exclamaba impotente. Sus yernos le decían que no dijera bobadas, que aquello era el progreso, que buena gana de doblar los riñones al sol, pudiendo hacer otra cosa mientras.

Mi abuelo, El Tapiero, solía hacerme preguntas, para hacerme pensar.

-A ti ¿que te parece?

-Mire, abuelo… algún día, las máquinas nos harán el trabajo y tendremos más tiempo libre.

-Y ¿qué comerán los trabajadores si no trabajan? ¿tiempo libre?

Me encogí de hombros, pues los doce años no me daban para más.

-No vivirán del trigo ni los dueños de las máquinas, porque los pobres no tendrán dinero para comprar pan.

Parece que no hace falta ir a Salamanca, como decimos en mi pueblo, para hacer predicciones económicas a cuarenta años. Mi abuelo clavó la crisis que vivimos.

Solo se le escapó profetizar, que los que decidirán si comeremos pan o no, son los que prestan el dinero para comprar la cosechadora.

domingo, 26 de junio de 2011

El Reloj de La Torre

Desde antes de que yo naciera, El Reloj de La Torre avisaba al pueblo del paso de las horas.
Las noches de tormenta se veían tranquilizadas, por el tañir sereno de la campana, que apaciguaba miedos, de quienes temen a Dios y al trueno. Son las doce.
El Reloj de La Torre, contaba las horas del insomnio, lentamente, de media en media, haciendo más larga la vigilia, como contando el tiempo hasta la vida. Una, dos,tres.
Luego despertaba, por fin, al gallo amigo del sol y sacudía perezas, desentumecía músculos y acompañaba por las calles viejas, pero recién puestas, al labrador, camino de la senda del arado o presto para acarrear el pan, aún en espigas. Ya son las seis.
El Reloj de La Torre contaba las horas del trabajo, ejercía la tiranía sobre los brazos doloridos. Y la cabeza agachada sobre los cabones, contaba campanadas, hasta la hora de “echar las diez”.
A veces la lejanía del pueblo hacía inútil el tañido y el labrador sustituía las campanadas, por la sombra de la vara, apuntando a Peñacorada, para calcular que son cerca de la una y media.
Las dos. Hora de ver sentadas a la mesa, las razones que hacen apretar los dedos a la hoz, de sorber las sopas, de tentar el porrón de vino, de sucumbir luego a la dulce tentación del sueño, tras la comida.
Se oyen los cencerros del ganado, que acude a la llamada del cuerno. Salen las vacas a la vecera y se oyen, tras el cuerno, los avisos a la galbana de cuatro campanadas.
Campanada a campanada, con la parsimonia de la rutina, El Reloj de La Torre, da la hora de los rezos, de la cena, de oír el parte de la radio, de descansar. Son las once de la noche.
Siempre fue así, toda la vida lo vi yo. El Reloj de La Torre daba vueltas continuamente, un día tras otro sin cansarse.
Hasta que un día, después del cuerno de la tarde, se paró su corazón de metal   durante años. La conformidad ante la desgracia y el abandono, vio al Reloj de La Torre marcar permanentemente las cuatro y media.
Muchos años sin reloj vivo en la torre, hicieron que los vecinos olvidasen su presencia, junto a las campanas. Que en vez de ser público el horario de las gentes, cada cual viviese a su propia hora, desconectados unos de otros.
Pero al cabo de unos años, alguien reparó en tanta discronía y decidió dotar al Reloj de La Torre de un corazón eléctrico, que volviera a poner en marcha el pulso de los vecinos.
Los nuevos tiempos trajeron nuevas costumbres y había un encargado de enseñar al Reloj de La Torre qué es un horario de verano o de invierno.
Cada fin de octubre, o de marzo, el encargado y su pereza, olvidaban sus obligaciones de ayudar al Reloj de La Torre, a cambiar sus biorritmos y los vecinos del pueblo, a trancas y a barrancas sumaban o restaban una de las campanadas, para saber la hora exacta.
Años y años, El Reloj de La Torre, seguía con su ritmo inalterable, sabiendo una hora y dando otra, acumulando retrasos y adelantos, con un resultado cero, pero ganando unas horas y perdiendo otras a sabiendas.
Un domingo de marzo, el último de marzo, me despertaron las campanadas continuas y enloquecidas del Reloj de La torre, que preso de la confusión entre las horas y los horarios, giraba sus agujas en una marcha atrás desesperada.
Me asomé a la ventana y vi nevar, el cielo gris y en la radio decían que hoy es venticinco de diciembre, Navidad.

viernes, 17 de junio de 2011

Adinka

Pintia, necrópolis de Las RuedasAdinka, princesa del clan de los Fontar-Bee se despidió de su guerrero, un mediodía con el sol abrasando.

Él prometió volver triunfante, a los campos de sus antepasados, después de liberar a su pueblo del yugo de Roma.

Aunque Adinka tenía sangre de reyes vacceos, era hija de humanos y de dioses, había prometido al guerrero, solo hijo de humanos, mezclar su sangre a la vuelta del campo de batalla.

Ambos soñaban con la libertad de los vacceos, corriendo por las estepas. galopando con ansia la llanura, volviendo a ver reinar sus dioses en el lecho de los ríos.

Pasaban los días y el guerrero no volvía. Pidió al druida escuchar el oráculo de los dioses y los dioses no hablaron.

Una sombra oscura se extendió sobre los campos. Pájaros negros volaron sobre los tesos y el padre río cambió agua por sangre.

Un atardecer, los centinelas del castrum divisaron el turbio polvo, oyeron el retumbar de la tierra, al paso de las sandalias invasoras, vieron brillar el sol rojo en el dorado de las águilas, en el bruñido de las corazas, en el filo ensangrentado de sus pilum.

Y su pueblo huyó, se dispersó indefenso, en la ausencia de sus guerreros , y se refugiaron bajo el manto verde y frondoso de las orillas del río.

Ella lloró la ausencia de su guerrero, tal vez la muerte, y la desaparición de su estirpe bajo la espada de Roma.

Lloró lágrimas gruesas, que ardían al recorrer sus mejillas, y su llanto lo absorbió la tierra con avidez, como si quisiera apagar el fuego del odio al invasor.

Cuando los legionarios la encontraron , cerca del río, corrieron a apresarla.

Adinka sacó el puñal guardado bajo el manto y antes de clavarlo en su pecho gritó: Soy Adinka, hija del clan de los Fontar-Bee. Nunca veréis en la arena de vuestro circo a una princesa vaccea.

Cuando Adinka murió, la tierra devolvió las gruesas lágrimas recibidas, en grandes borbotones, que removían la arena y se formó una fuente fresca, que las gentes de aquella tierra llamaron Hontarbe.

lunes, 13 de junio de 2011

Marín De La Red

13 gMarín De La Red pinta la luz.

Cada fotón que impresiona su retina, deja en algún rincón de su mente un recuerdo indeleble.

Y creció así, queriendo que su mano acariciase con suavidad las superficies que esperaban vida.

http://www.marindelared.com

Siendo un niño, jugaba a dibujar. Plasmaba en mil papeles, retazos de su imaginación. llenaba cientos de libretas con los relámpagos de luz que, poco a poco,  iban buscando clonar en el papel las imágenes almacenadas en su mente.

Y sus rasgos sobre el papel iban siendo cada vez más perfectos, sus pinceladas en el lienzo buscaban pintar lo más difícil, la realidad exacta, que mana del rincón escondido del ensueño

Más que mirar, busca a su alrededor una realidad, a la que observa una y otra vez y a la que pregunta por su alma.

Así ha encontrado en los rayos que iluminan su tierra, la mía, un mar de espigas, en el que naufragan fósiles mecánicos, herrumbres hijas del abandono.

Ha visto sobre la tierra paredes desconchadas, ruinas entre las que juega la luz, bóvedas cansadas de sujetar  los siglos, iglesias que guardan en el claroscuro, el agua que abreva los espíritus.

Pero en  la decrepitud ha encontrado la belleza. Ha visto macetas sobre las ruinas, flores entre el caos, jardines en su esplendor entre el abandono.

Y dentro del paisaje, el paisanaje. Rostros surcados por mil caminos , que parecen conducir a la misma patria. Ojos pequeños y cansados que miran lo que siempre vieron, como si fuera lo nuevo y lo eterno.

Piedras que dibujan templos, campos que ofrecen pan, mujeres que transparentan el alma, pequeños caos que reflejan un orden perfecto. Todo ello grita que a Marín le parieron su madre y su tierra.

martes, 7 de junio de 2011

Valdejindia

vid

El Andresillo volvía por las noches a su casa arrimándose a las paredes y tropezando, unas veces con los cantos y otras con sus propios pies. Solía llevar algo nublada la vista, algo revuelto el estómago y muy animada la cabeza.

Casi siempre conseguía que el vino lavase la cara sucia de sus pensamientos más negros.

Antes, El Andresillo, ya era pobre. Sobrevivía haciendo algunos trabajos de albañilería o ajustándose de pastor con algún rebaño del pueblo. También contaba con habilidades para matar y destazar gochos, limpiar cuadras y otras labores del campo.

Lo que mejor se le daba al Andresillo, era lo relacionado con elaborar  el vino.

Para él era un placer de reyes dedicarse a las labores de las viñas. Arar los majuelos, podar, vinar, sulfatar con piedralipe. Todo lo hacía con la ceremoniosidad de un sacerdote. Lavaba las carrales, preparaba la bodega, apilaba los terreros para traerlos llenos.

Era la alegría de los vendimiadores. Contaba chistes, empezaba las guerras de lagaretas

Y cantaba como nadie pisando las uvas, se le encendían los ojillos viendo correr el mosto, reía como un loco al prensar los orujos.

Pero un día la gente empezó a descepar los majuelos.

Seguramente habrá que creer la versión de quienes aseguraban, que la mejor manera de comer y beber más y mejor, consiste en arrancar cepas, subvencionar barbechos, matar vacas y arrojar semillas de colza o de girasoles, para no recoger la cosecha. Para eso se implementaron las ayudas correspondientes.

Al Andresillo se le iba acabando el trabajo. La maquinaria agrícola terminó con los jornales de muchos brazos y poco a poco la gente fue dejando el pueblo.

¿Qué pinto yo en Bilbao o en Barcelona? preguntaba El Andresillo cuando le propusieron emigrar. Algo quedará que me de de comer aquí en mi pueblo.

El Andresillo necesitaba poco para vivir, pero el poco trabajo que conseguía, no era suficiente para poder salir adelante. Dependía de las ayudas de los vecinos, que le daban ropa usada, unos, y otros algún trabajillo , que no necesitaban realizar.

Las cosas iban de mal en peor, la necesidad acuciaba y el vino tinto del bar, a penas ofrecía el mínimo consuelo.

Pero al cabo de unos años, aparecieron unos paisanos de traje, que aseguraban que en el pueblo podría haber petróleo y pretendían hacer unas catas y unas perforaciones, para comprobar el posible hallazgo.

Al Andresillo la cosa le venía que ni pintada, aunque le daba un poco de pena que las perforaciones se fueran a realizar en Valdejindia, un pago que toda la vida de dios había estado ocupado por los majuelos, que mataban la sed del pueblo.

Ahora,  Valdejindia descepado, el mejor caldo que podía ofrecer , sería ese oro negro, ya que las cebadas y los centenos pagaban lo mínimo por aquel pedregal.

Empezaron las perforaciones a todo ritmo, trabajando de noche y de día. Las perforadoras no descansaban, en busca de una riqueza escondida.

Andresillo trabajaba en las obras igual que en las viñas, el aire de aquella campiña le recordaba los días de vendimia, las tardes de poda, los paseos de los domingos viendo brotar las vides.

Pero la perforación ya duraba demasiado sin recompensa. Los ingenieros parecían resignarse a no sacar ni siquiera agua artesiana.

Una mañana, cuando El Andresillo empezaba su turno, la gente del sondeo se vió de pronto presa de una gran excitación.

La sonda presentaba síntomas de presión en su interior. Por las tuberías que penetraban en la tierra, subía imparable un líquido hacia la superficie.

Sonaron las sirenas y las alarmas y todo el mundo se reunió al rededor del pozo.

Al Andresillo le ordenaron abrir la llave de paso y acudió raudo a su deber.

El líquido empezó a fluir, tomó altura hacia el cielo y a todos empapó, Los trabajadores del pozo elevaron las manos hacia arriba, para mojarse con aquella lluvia sagrada.

El Andresillo gritó: Sabía que tú nunca fallas ¡Viva Valdejindia! y la lluvia de vino tinto le hizo enloquecer a carcajadas.

viernes, 3 de junio de 2011

Un viaje hacia las rosas

rosasBienvenido a casa, señor.

El joven que me recibe viste unas ropas claras y ligeras y luce una sonrisa amable, unos ademanes respetuosos que me hacen agradables los primeros pasos fuera de mi nave.

Todo es diferente desde que salí de La Tierra, no se si hace mucho o poco tiempo.

Los edificios son diferentes, los vehículos poco tienen que ver con los automóviles que yo recuerdo y los muebles son de unos materiales distintos de los que yo puedo concebir.

El joven me acompaña a una habitación con escasos muebles y de un color gris, pero a la vez claro y luminoso.

-En cuanto usted descanse un poco, le explicaré cual es su situación y podrá conocer la ciudad. Hemos tratado de reproducir sus condiciones de vida en 2011 para que no se encuentre extraño.

Parece que he vuelto a La Tierra de nuevo, pero como calcularon los técnicos de la Agencia Espacial Europea, he viajado unos cuantos años hacia el entonces futuro.

No puedo dormir, no tengo sueño, para mí a penas hace un par de horas que salí de la base de la Guayana y no me siento cansado.

Por la mañana, mi anfitrión vuelve con esa sonrisa, que ya me empieza a cargar, y me dice que estamos en el año 2081 en los Estados Unidos de Europa. Él es el encargado por el Gobierno Federal de acogerme y guiarme por este mundo extraño para mí.

Me conduce por unos pasillos, que llevan a un cubículo, en el que, presididos por mi fotografía, están los mensajes de mis familiares y amigos de 2011.

De pronto soy consciente de que ya no queda nadie a quien conozca en este mundo, soy un huérfano, no tengo amigos y de todos ellos tan solo existen mis recuerdos.

Sobre la mesa hay una carta de mi madre, unas fotos de mis hermanos, mis  amigos y en una esquina, unas rosas secas con una tarjeta.

La tarjeta dice: Te quiero y nunca sabrás quien soy.

Le digo a mi anfitrión que quiero regresar, que yo no pinto nada en esta Tierra, que quiero aspirar el perfume efímero de aquellas rosas, que hoy son éstas.

No se cual será el método administrativo de esta gente, pero a los dos días, me veo de nuevo subido a mi nave y aseguran que rumbo a 2012. 

No soy consciente del viaje, cuando me despierto, me siento cansado, torpe. La escotilla se abre y penetra uno de los ingenieros, encargado del proyecto Futuro, acompañado de dos personas del Cuerpo Sanitario.

No puedo hablar, miro mis manos, están arrugadas.

Me suben a una camilla y al pasar por un pasillo, me veo en un espejo, que hay en la pared.

¡Dios mío! soy un anciano cercano ya a la muerte.

Al pasar por la puerta de una habitación, veo a mi madre con mis hermanos y mis amigos, dejando algunas cosas sobre una mesa, al pie de mi foto en la pared.

En una esquina de la mesa, hay un ramo de rosas rojas y por el pasillo se pierde la silueta de una muchacha que no conozco y nunca conoceré.