A la orilla del mar había un cerro vestido de rocas pobres, irregulares, cortantes, con el color pardo-negruzco del fuego solar y en la cima del cerro un castillo al que asediaban el mar, un río que buscaba otro mar más dulce y la pereza del tiempo.
Los guardianes de la fortaleza eran cardos espinosos y unas hierbas ariscas, secas que llenaban los tobillos de picores molestos y los calcetines de un millar de saetas afiladas, que hieren la piel del caminante.
El llano fue una vez verde, con un oleaje que destellaba brillos que cegaban al sol, adornado del rojo de las amapolas y fuente de vida, donde nadaban vilanos y pardales.
El mar verde se extendía hasta el infinito horizontal y prometía redes llenas de pan, alrededor de la costa seca, y cerros coronados por mastines, por los que desfilaba el ganado paciente, bailando al son de las cencerras.
Un día el mar se tornó amarillo y entre las olas de oro aparecieron unos barcos asesinos, que navegaban a la vez que devoraban el oleaje, con sus bocas cilíndricas pobladas de dientes afilados y giratorios.
El mar se secó y a penas quedaron unos charcos verdes elevados hacia el cielo, que desfilaban en hileras junto al río que buscaba otro mar.
Cuando los barcos devoraron las olas, la tierra se quedó desnuda y reseca, la invadieron las ovejas para triscar los últimos brotes, a cambio de un excremento fertilizante.
En medio de las charcas resecas brotaban formaciones de tierra prensada, formaciones agrupadas como si quisieran darse calor unas a otras, con sus paredes resecas y toscas, haciendo útil a la tierra estéril, alanceada por la paja de centeno.
En medio de aquellos grupos de adobes, una torre de piedra coronada por campanas, a modo de faro, que avisa a los caminantes de que una colonia de humanos aun resiste dentro de las casas de tierra, enterrados en vida, con arrugas y surcos en la piel, con el cuero de sus caras curtido por el sol.
Hasta que llegó el otoño y el agua del cielo sembró el suelo de un leve verdor, que cubriera el pudor de la desnudez del mar, entonces los chopos residuales del río ardieron en una orgía amarilla, roja, naranja y pronto fueron unos corales desnudos y moribundos que extendían sus ramas buscando oxígeno y temiendo al frío.
Al fin el mar se vistió de un polvo blanco y helado, que caía del cielo en las noches interminables. La tierra se endurecía, se resquebrajaban las rocas y la vida parecía haber huido al espacio, de donde vino.
Los humanos sobrevivieron enterrados en sus adobes, cultivando el fuego y devorando los vientres de los barcos, que en el verano devoraron el mar de oro.
Cuando el hielo en polvo desapareció y llegó la primavera, los hombres salieron de entre sus sepulturas de adobes y araron el mar y lo sembraron y las lluvias les devolvieron el oleaje verde y los pájaros y las mariposas y el mar volvió a brotar de la tierra pobre y el sudor del hombre.
A otros no les parecerá bello este mar, pero los hombres de la Costa del Adobe lo aman porque ellos, que no pudieron tener otra cosa, lo sembraron.