sábado, 13 de diciembre de 2014

Un claro en la niebla (cuento de navidad)

imagesUn venticuatro de diciembre los ojos de mi abuela volvieron a llenarse de vida, como si volvieran de un largo viaje por la niebla. La niebla que todo lo esconde y lo borra, como si nada hubiera existido.

Nos miraba a todos cara a cara y pronunciaba con ternura nuestros nombres, algo que había dejado de hacer poco a poco, dejando caer en cada tarde un recuerdo y en cada amanecer el principio de una vida con menos pasado.

Todos nos extrañamos de que, de repente y en plena cena de navidad, mi abuela hubiera vuelto a hablar con todas las luces de su cabeza encendidas y la garganta poderosa.

La causa debió de ser el abrazo con beso que la pequeña María le dio entre la sopa y el asado, cuando todos estábamos entregados en nuestra conversación y en nuestro bullicio, con el sonido de la televisión al fondo y la abuela, como un adorno de navidad más en su esquina de la mesa, en su silencio y nuestro olvido.

Comenzó a reconocernos, uno a uno y a contarnos cosas de nuestra infancia. todas nuestras travesuras, nuestros miedos, nuestros sueños que ella guardaba en cada pliegue de su toquilla.

Cuando yo era pequeña, nos dijo, la cena no era tan rica como ésta, pero nos sabía a gloria algún pollo del corral y comer castañas asadas en una lata a la lumbre. Después nos íbamos a la cama llenos de paz y la vida continuaba igual tras las navidades.

Toda la noche nos contó sus cuentos y sus vivencias, alguien apagó la televisión y empezamos a reír y a llorar empapados en las historias que salían de sus labios y embobados en los movimientos sabios de sus manos huesudas danzando por el aire.

Durante unas horas se escribieron sus recuerdos comprimidos en la conciencia común de la tribu y la nochebuena parecía alargarse hacia adentro, saltando las barreras del tiempo y el espacio.

Estoy cansada, nos dijo, quiero acostarme ya.

A la mañana siguiente, al levantarme, como siempre miré por la ventana y vi que había vuelto a caer la niebla.

sábado, 6 de diciembre de 2014

Primera Ley de Newton: Inercia

 

Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que sea obligado a cambiar su estado por fuerzas impresas sobre él.

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El último Isaac Newton nació en Cea (León) a principios del siglo XX.

Dicen que un tatarabuelo suyo, también llamado Isaac, como su padre, llegó desde la parte de Inglaterra y se quedó en el pueblo por intención de una moza, a la que cayó en gracia por lo raro.

Desde aquel día siempre hubo en el pueblo alguien a quien llamar Isaac Newton, porque todos los Isaac Newton ponían ese nombre a sus primogénitos varones.

La cosa es que el último Isaac Newton era un tipo raro, como su padre, con una rara melena pelirroja y ondulada, como su padre, cayendo desde la boina a los hombros y tenía una manía, que su mujer no pudo cambiar, de enfilar  por El Soto con un macho ciego, enganchado al carrucho de varas, en línea recta hacia el río. 

El carro y el macho tomaban una dirección rectilínea y a velocidad constante hasta que el pensativo Isaac Newton, llegando cerca del río tiraba de freno porque sospechaba, que de no hacerlo, la inercia le jugaría una mala pasada.

Tú y tus elucubraciones, Isaac Newton, le gritaba su mujer el día que no tiró de freno y terminó en el río con macho y carrucho y un descalabro importante. ¿Qué tengo que hacer para que cambies?

Isaac Newton aprendió tanto reparando el carrucho de varas, que puso un taller de carretero en el pueblo y su mujer harta de ese tipo tan raro, que se embobaba mirando cosas en movimiento, se volvió con sus padres. Por eso en el pueblo nunca volvió a haber otro Isaac Newton.