miércoles, 31 de mayo de 2017

La boina, manual de uso y disfrute



Ulpiano reaccionaba con rabietas y juramentos gruesos a los contratiempos del día a día.


No es que fuera más cascarrabias que la media, no, pero conseguía liberar tensiones.
¿Que el milano le llevaba los pollos? un mecagüen San Aviador venía a socorrerle. ¿Un golpe de martillo en un dedo? las culpas para el último tornillo que sujeta el firmamento. Si había nube a media trilla, mecagüen la escopeta del obispo. Si además granizaba, las culpas para Santa Bárbara, La Bruta. 
Resultado de imagen de boina
Pero no, no sabía en quién descargar sus denuestos el día que fue a buscar los corderos, que soltaba a pastar al Camporrío y los animalitos, al verle, pies pa qué os quiero, alto del castillo arriba.
El paquete diario de Celtas Cortos, lo empinado de la ladera, los sesenta y tantos años y un tropezón al pisar los cordones de los zapatos, que siempre llevaba sin atar, terminaron con Ulpiano rodando ladera abajo, como un cesto.
Se acordó de los zapatitos del Niño Jesús, de la cuca de las monjas, de la patrona del pueblo, pero no encontró ofensa que paliara tanto desaguisado. 
Impotente, ridículo, rojo, iracundo. Cuando terminó de sacudirse el polvo de la chaqueta, de pincharse con mil gatuñas, en ella prendidas y de chuparse la sangre de un dedo, tomó la boina entre sus manos, la colocó con el interior mirando hacia arriba y alzando sus ojos al cielo, gritó seco, rabioso, potente: ¡San Dios!, ¡Aquí, aquí, bajad todos aquí de una santa vez! 

sábado, 25 de febrero de 2017

El asesino

Las gallinas de Anselmo aparecieron una mañana arrinconadas en una esquina del gallinero unas y esparcidas por el corral muertas otras.
Aparte del cabreo de Anselmo, la conversación en el bar, los comentarios de la solana y los dimes y diretes de los vecinos versaban sobre la autoría de la calamidad macabra.
¡Las que más ponían! clamaba Avelina, la mujer de Anselmo. La madre que parió al raposo, dijo Mariano, el de la fragua. He visto el otro día, al hacerse de noche, un cacho gato montés así de grande, dijo Santiago abriendo los brazos. La garduña, para mí que ha sido la garduña, aseguraba Isabel, la del zapatero.
Yo los escuchaba, sin saber a quién creer, pero el caso es que las gallinas que no se llevó el bicho, estaban muertas o malheridas y casi todas se destutaron del susto, ahora que empezaban a poner, pasado San Antón.
La cosa se agravó a los dos días, cuando al ir a echar de comer a las ocas, Henar se encontró con que sólo quedaban dos. Los comentarios del pueblo subían de tono. ¡Ni animales se pueden tener ya! ¡Hay que hacer algo para terminar con ese bicho asesino!.
  Ya pasará la tormenta, pensé yo, Voy a sacar de paseo al perro. Ya volvíamos del Soto y a mi me parecía tener el perro más bonito del mundo. Me puse a hacerle fotografías con el móvil. Por aquí, por allá, junto al río, en la chopera, por el puente, a la entrada del pueblo, preciosas fotos.
El perro llegó a la báscula, husmeaba tras la caseta, junto a los contenedores de la basura y yo le perseguía con la pantalla del móvil.
Me pareció ver algo, acerqué el objetivo y lo vi más grande, con una gallina muerta y un amasijo de plumas y sangre. Aparté el móvil y la imágen desapareció.
Volví a apuntar con la cámara de mi teléfono a la trasera de los contenedores y volví a verlo.
Se han terminado tus fechorías, dije con un cierto placer, voy a apretar ésta tecla y vas a morir, maldito Pokemon.