sábado, 9 de abril de 2016

Cambio de domicilio

A mí siempre me dio miedo subir y bajar en un ascensor. Cada vez que lo hago, me veo metido en una jaula cerrada, sin escapatoria y colgado de un hilo que se me antoja más fino, cuantos más pisos tiene el edificio. Luego están los roces de la jaula contra los raíles que la guían y esa especie de cojeo de los viejos ascensores, cada vez que el rail tiene una soldadura.
Yo vivo en un séptimo y jamás tomo el ascensor. Creo que tengo unas buenas piernas y una buena capacidad pulmonar, pero a veces no salgo de casa por no subir y bajar las escaleras.
Eso a mi mujer le enciende. ¡Mira que tener miedo de tomar el ascensor! ¡Vaya hombrón! ¡Todo el mundo sube y baja en el ascensor y no pasa nada! ¡Los vecinos ya se han dado cuenta de lo que te ocurre y somos el cachondeo de la comunidad!
Yo siempre agacho las orejas, sin atreverme a recordarle su tembleque cada vez que oye un trueno, o se va la luz.
Hace poco conocí a Paloma. Tiene unos ojos con olor a mar y unos labios risueños y relajados.
Paloma es técnico de mantenimiento de ascensores, sabe cómo funcionan esos chismes e intenta convencerme de que son muy seguros, que el porcentaje de accidentes es despreciable y que no hay ninguna razón para temerlos. Hay que disfrutar de las cosas de la vida sin temor, me dice.
Hoy Paloma me ha propuesto que me vaya a vivir con ella. Vive en un décimo piso, pero quiere que ahorremos para una casita en el campo, casi sin escaleras.

Mientras tanto, me ha dicho que la llame al portero automático cada vez que llegue a casa y ella bajará para acompañarme y darme la mano mientras dure el viaje del ascensor.

sábado, 2 de abril de 2016

El precipicio

Era un lugar que uno no quisiera haber abandonado jamás. No tenía consciencia de cuánto tiempo llevaba allí, pero tenía la sensación de estar envuelto, acompañado y protegido por un ser del que yo mismo formaba parte.
No sé cómo fue, pero empecé a comunicarme mentalmente con aquel ser, que me envolvía y que me trasladaba dulzura y esperanza.
No te acerques a la puerta, si la abres caerás a un precipicio y aun no estás preparado para sobrevivir. No te preocupes, todo llegará.
Y fue pasando el tiempo, con ese dulzor parecido al despertar lento y perezoso de una mañana de invierno, entre las mantas calientes.
Ya está llegando la hora, tienes que ser valiente, me dijeron las ondas mentales de aquel ser.
De pronto me vi envuelto en una corriente de agua, que se escapaba entre la puerta hasta ahora prohibida y me vi empujado hacia el precipicio.
Por vez primera sentí miedo y también curiosidad y un ímpetu que me empujaba hacia la puerta.
Sentí una presión insoportable en mis sienes, que parecía que iba a reventarme la cabeza y esa sensación de estar atrapado que todavía hoy me agobia, cuando me encuentro en un ascensor o en algún lugar cerrado.
Otro apretón de las paredes me expulsó definitivamente al exterior y mi piel húmeda sintió frío por primera vez. Frío y miedo.
Cuando sentí un golpe en mi cuerpo, grité. Grité con fuerza, con miedo, con rabia, apreté los puños y en lo sucesivo siempre he reaccionado así ante los golpes.
Mis pulmones se llenaron de aire, para seguir gritando y la comadrona me puso en el regazo de mi madre que me ofreció un dedo para que mi puño apretara algo más que rabia.