viernes, 31 de agosto de 2012

La Chispa y el tabaco

La Chispa
La Chispa y el tabaco


La Chispa, la mi perra, era más fea que Picio, pero más lista que el hambre.
Algunas veces me la quedaba mirando a los ojos y terminaba mareao de verla un ojo de cada color, como  to los perros de carea, que por estas rastrojeras guardan ganao.
Mi otro compañero era el paquete de Ideales, descendiente del Caldo de Gallina y de los tabacos de picadura que daban con la cartilla de racionamiento. Un tabaco áspero y con unas estacas que bien se podrían usar como leña pa la lumbre o tizones apagaos pa escribir en cualquier parte.
Mientas triscaban las ovejas en lo libre o se paraban arriadas en La Zarza, y se callaban las cencerras, yo echaba unas buenas parladas con La Chispa. Y ella, sentada en frente, me miraba como si me entendiera, entornando la cabeza a un lao, poniendo arriba el ojo marrón y abajo el azul.
Claro, que el que parlaba era yo y La Chispa, que es de natural callao, hacía que me escuchaba, mientras yo metía la mano al bolso de la chaqueta de pana, buscando los ideales y el chisquero y ella me miraba liar el cigarro, hasta que echaba un suspiro de aburrimiento y apoyaba la cabeza en el suelo, entre las patas, con esa mirada perruna y paciente.
Yo le pegaba unos manotazos de arriba abajo a la rueda del chisquero y se encendía la mecha rápidamente, hiciera aire o no, para prender el chopo que me iba a meter entre pecho y espalda.
ValentínLa verdá es que gustar, no sé si me gustaba fumar. Si acaso lo que más me entretenía era quedarme mirando embobao los redondeles de humo que hacía echando la humarrera por la boca.
Por las mañanas me daba la tos, de fumar y como un clavo saca otro clavo, pues me hacía el primer cigarro, pa aliviar un poco la quemazón del pecho y parar la tos, pa no echar los güétagos por la boca.
La Chispa volvía a entornar la cabeza, con sus ojillos de dos colores, como diciéndome ¿pero estás modorro? si sigues quemando así tabaco, vas a echar el alma por la boca y nada va a quedarte que llevar al infierno y se liaba con el rebojo de pan duro, seguramente pensando que lo mío, ya estaba del todo echao a perder.
Un día La Chispa me se murió, no sé qué mal aire la daría y estuve como amurriao to la mañana, sin tener con quien cascar, las ovejas de suyo no dan mucha conversación.
 Me cogió como una tristura en el pecho, que ni la tos me daba,  cogí la azada  y el carretillo y llevé a La Chispa a enterrar a La Zarza, donde tantas conversaciones tuvimos tantos días.
A la mañana siguiente me levanté echando las tripas de la tos, como siempre. Bueno, como siempre no. Ese día parecía que los demonios me se iban a llevar vivo, de la congestión que me estaba dando. Busqué a La Chispa, sin acordarme de que se había muerto y no encontré quien me riñera por fumar.
Miré el paquete de Ideales recién empezao y me dije ¿pero tan borile voy a ser?

 Así que cogí el  tabaco y el chisquero y les llevé a enterrar con La Chispa a La Zarza y todos los años el Día de Los Santos les llevo a La Chispa y al tabaco, un ramo de esos de flores de los muertos y les rezo un Padre Nuestro.   

martes, 28 de agosto de 2012

Linchamiento

Linchamiento Mientras nosotros nos enriquecemos, enfundados en trajes caros, viajando en nuestros brillantes automóviles, la plebe consume la moral cortada a la medida de nuestra cuenta de resultados.

Les hemos contado la historia, y se la seguiremos contando desde nuestra televisión, que ellos consumen con avidez.

Así podrán compararse, ganando, con otro de sus iguales y se verán más limpios, olvidarán sus cuitas, encauzarán sus odios hacia el chivo expiatorio. Luego le expulsarán al desierto del olvido, mientras buscan otra víctima.

Mientras nos dan su sangre de corderos, nos olvidarán.

Por eso les hemos fabricado un monstruo y para que no nos pidan agua, les dejamos pedir sangre. 

miércoles, 22 de agosto de 2012

Cuentos

imagesLa madre de Jacinto Flórez pasó en pocos años de escuchar los cuentos de la infancia a contárselos a su hijo.

Había una vez… Todos con moralina, todos con enseñanzas. Jacinto se hacía una idea del mundo, escuchando.

Después el cura le contaba a Jacinto Flórez otros cuentos de santos y figuras bíblicas, consecuencias normalizadas del bien y del mal, oraciones prefabricadas y un cuento que terminaba en la felicidad de los que vivieron creyendo lo que nunca vieron.

En la mili, a Jacinto Flórez le vinieron con el cuento de La Patria. Una masa de aire hirviendo, envuelta en telas rojigualdas y atronada por las cornetas que paren himnos. Una madre que le exigía hasta la última gota de sangre, que la otra madre le dio.

Una muchacha le contaba a Jacinto Flórez cuentos al oído, le prometía el paraíso y le exigía que él también inventase cuentos y promesas, que terminasen comiendo perdices.

La vida le contó otro cuento. ¡Trabaja, pelea, sacrifícate, compite! sólo así triunfarás. Apréndete este cuento y cuéntaselo a tus hijos para que la bola siga rodando. Y Jacinto Flórez se creyó también ese cuento.

De pronto se vio en la residencia de ancianos, al cuidado de las Hermanitas de La Caridad y las muchas horas libres le hicieron percatarse, de que  su cuento se acercaba al colorín, colorado.

Jacinto Flórez se levantó de la siesta y se puso a leer un cuento de esos que parecían ser más verdaderos, Un cuento de hadas. Luego cerró los ojos, harto de tanto cuento. 

viernes, 10 de agosto de 2012

Delete

deleteEn la pantalla de su ordenador estaba escrita su última historia, la que él releía una y otra vez entre meneos de cabeza y suspiros de impaciencia.

No es que no le gustara, no. Es que le parecía que era la enésima vez que escribía la misma historia de amor. Los dedos buscaban automáticamente las mismas teclas y dibujaba idénticas líneas, aunque él quisiera disfrazar su cuento con distintos nombres para ella, aunque buscara distintos nombres para los hoteles y diferentes nombres para, no importa qué ciudad.

Al fin y al cabo todo era cuestión de nombres distintos para la misma historia.

Aunque nunca publicó esa historia, la escribía cada noche, una y otra vez y antes de acostarse la hacía desaparecer, para que nadie la leyese.

Y cada noche volvía a soñar el mismo relato, en el que conocía al protagonista desde siempre y veía besos y caricias que nadie más conoció.

Hasta que un amanecer le encontraron de bruces sobre el teclado del ordenador, sin vida y con una pantalla del word en blanco, porque su nariz estaba apoyada en la tecla “delete”