lunes, 19 de agosto de 2013

De cómo Nuño el escudero se reencontró con su cuna de piedra.

Nuño se levantó del suelo, después de no sabría decir cuanto tiempo de inconsciencia, con una sensación en la cabeza como de tenerla metida dentro de una campana, a la que el badajo golpeara en cada latido.

Toda su corta vida al servicio de su señor, Don Fradique, un caballero que servía a la reina Doña Urraca en la defensa de sus reinos y ahora volvía caer en la orfandad de la que don Fradique le sacó.

No recordaba haber vivido un solo año de sus catorce en paz. Cuando no era contra leales a Don Alfonso, El Batallador, era contra nobles tanto de León como de Castilla, pero siempre guerreando al servicio de Don Fradique.

Corría el año de nuestro señor de mil y ciento veintiséis, cuando Doña Urraca, la reina, murió en el castillo de Saldaña, habiendo conocido la misma paz que Nuño, a pesar de haber vivido treinta y un años más que él. Cuando la llevaban a León, para que la recibiera la tierra,  otros caballeros y Don Fradique escoltaron el cuerpo de la reina y con Don Fradique, Nuño como siempre.

Fue en Sahagún cuando unos caballeros desconocidos, decidieron saldar cuentas con la escolta de su difunta alteza y en la sorpresa las saldaron con ganancias. Nuño sujetaba el caballo de Don Fradique, que se batió hasta la muerte y al caer caballo y caballero, Nuño terminó bajo el peso del animal. Antes de caer, vio los chopos del plantío que brotaran de las lanzas, hincadas en tierra por los leales a Don Alfonso, El Batallador y supo que siguiendo por el río arriba, se encontraba el castillo en el que un día le parió una lavandera de Cea.

Atravesando la abadía de Trianos, siempre pegado al río, recorrió una legua más que le separaba de su castillo natal y en llegando a una pradera que se tendía dulce entre la villa y el río, enganchó sus ojos de la mole de piedra que fue su cuna.images

Corrió con las escasas fuerzas que le restaban como si quisiera llegar a los pies del castillo antes de morir y casi pidió la muerte cuando, al final del Campo del Río, junto al cerro del castillo vio unas cintas rojas y blancas que lo rodeaban abrazando a los árboles y un letrero que así rezaba: Se prohíbe el paso, peligro de derrumbe.

martes, 13 de agosto de 2013

La nube

0950-Cielo tormentoso-11-01-05Parece mentira, ayer el cielo parecía haberse enojado para siempre, en él se revolvían los nubarrones negros y amenazaba con una pesadilla eterna.

Los truenos pretendían nuestra rendición por miedo y en las esquinas vociferaba el viento sacudiendo los árboles y las flores, a la vez que arrastraba los pequeños proyectiles en forma de granos de arena.

Sin embargo hoy los dioses están aplacados, como si hubieran perdido la memoria en cualquier rincón de la noche oscura y se hubieran olvidado de nosotros.

Los tejados de las casas disimulan al sol del amanecer y retoman la vida como si no hubiera pasado nada. En eso debe de consistir la paz, en que el cielo azul ignore que una vez se vistió con vapores grises de plomo y piense que nunca fue otra cosa que protector de los hombres.

Ya están hechas las parvas en las eras y los sudores a punto para el fruto, por eso es necesario creer en la paz perpetua, para no naufragar en la desesperanza y que no se ahoguen las primeras sonrisas de las mañanas.

Empieza a caminar el sol de cada día, el río corre fresco y limpio y el aire de la mañana aun no abrasa. La gente se despereza en la atmósfera dulzona de las alcobas y los trinos ensordecen al pueblo.

Yo miro hacia el cielo del poniente, tratando de adivinar si por él hoy encontrarán su camino los nubarrones.

domingo, 4 de agosto de 2013

La Resu

imagesElla cree haber sido niña alguna vez, pero nadie más se acuerda. Los vecinos del pueblo, a fuerza de ignorarla, sólo la recuerdan con la cara del día anterior.

Alguien debió de inculcar en su cabeza que no se mata al hambre siendo uno más de los hambrientos y por eso quiso, desde siempre, desprender ese tufillo de superioridad, que tanto molesta a los que comparando, no encuentran diferencias en el rugir de las tripas desesperadas.

La escuela no hizo en ella más mella que en las demás niñas. A penas leer, escribir y manejar las cuatro reglas. En un pueblo con olor a hierba segada y a boñiga de vaca, ella pensó que lo mejor que podría aprender, sería la forma de salir de él por la puerta grande.

De moza, era lo que en estas tierras se viene a llamar una moza fanfarrona. Si se la comparaba con las demás, alta y fuerte. Si no fuera por ese rictus amargado, guapa. Si no fuera por las medias con carreras, con clase. Pero ella no se molestaba en disimular el desagrado que le producían en el baile las manos toscas y los ademanes poco refinados de los labrantines. Ese olor a pobreza, tan parecido al suyo, era capaz de revolver su estómago hasta la náusea cuando lo percibía en los demás.

Pero una vez perdió los papeles cuando un galán atrevido la sacó de la mano del baile y la arrinconó contra el barro de una tapia. Por un momento a ella le flaquearon las rodillas, al darse cuenta de que no terminaba de desagradarle el tener emborronado el carmín y alrededor de su boca una humedad que no era la suya.

Su madre, cuando la vio llegar con los pelos desarreglados y la espalda del vestido víctima de los restregones contra el tapial, la preguntó, no, la gruñó ¿donde te has arrimado? no te he criado yo robando gallinas, para que te dejes sobar por cualquier destripaterrones.

La cosa es que el mozo tenía un capitalito y mucha ambición, así que apremiada por la amenaza de un arroz pasado, terminó casada con el único mozo del pueblo que no la tenía miedo.

Su marido reunió un dineral trabajando de sol a sol y trapicheando con inteligencia. Al menos ella se vió liberada de los trabajos con los que cargaban las demás mujeres. No es que ser señora de una casa fuera un trabajo ligero en aquellos años, pero no se pasaba el día como las demás segando y echando de comer a los cerdos. No destrozaba sus manos, ni tostaba su piel al sol y al aire de las rastrojeras. No era lo que soñó. Aunque su marido tenía dinero, alguien dijo que seguía siendo un ladrón de cagalitas, pero si ella se comparaba con otras vio que cobraba facturas a la vida en lugar de pagarlas.

Puede que no se pueda alcanzar la gloria de un solo salto, pero viendo crecer a sus hijas pensó que del siguiente saltito, ellas además de dinero tendrían el reconocimiento social que a ella nadie concedía.

Una vez las mozas aparecieron por el pueblo con unos gañanes de baja estofa y vieron a su madre perder la compostura y gritarlas aquello de que en su casa no entraría ninguno que no tuviera carrera. Así que las niñas fueron a la universidad, que si no sacaban la carrera, ya encontrarían a uno que la tuviera.

El salto social parecía asegurado al llenar la cena de Nochebuena de licenciados e hijos de licenciados, pero en el pueblo parecían molestarse ante tanta prosperidad y seguían diciendo que mucho postín para un ladrón de cagalitas.

Toda la vida queriendo ser Doña Resurrección y no poder pasar de “La Resu”.