domingo, 30 de enero de 2011

La solución

Ya ni siquiera noto que el sol me abrase como antes. El buitre continúa ahí mirándome con ansia, esperando.
A veces se acerca un paso más y ya no tengo fuerzas para espantarle.
No me acuerdo de cuando comí la última vez y sospecho que no comeré nunca más.
Pero alguien ha encontrado una solución a mis problemas. El fotógrafo plasmará en su negativo inútilmente mi agonía. El mando a distancia ha encontrado en otro canal El Club de la Comedia.

sábado, 29 de enero de 2011

Contracciones políticamente correctas

Javier Bardem y Penélope Cruz han emitido un comunicado dando la bienvenida a la familia  a su pequeño. En él aseguran que “la madre, el niño y Javier” se encuentran bien.
Del comunicado se deduce, que ha llegado la paridez, perdón la paridad, al paritorio.

martes, 25 de enero de 2011

LAS CANDELAS

-Seguramente ya han llegado las forasteras en ca Cipriano. Fue el comentario de Alejandro, el mozo más lanzado del pueblo, a decir de sus compinches Ruperto y Santiago.
-Sí, contestó Ruperto alborozado, esta misma tarde las vi llegar en el coche de línea.
-Seguro que continúan tan mujeronas como siempre, dijo Santiago.
-Y que lo digas, acaso mejor que nunca.
Como cada año, Cipriano Contreras recibía en su casa a las hijas de su hermano, residente en la capital, para celebrar por todo lo alto la festividad de Las Candelas.
El Invierno era la época del descanso entre dos cosechas, tiempo de pasar el rato en pequeñas labores de mantenimiento. Arreglar los aperos de labranza, coser las cornales, elaborar terreros de mimbre, retejar las goteras, para acabar con la sinfonía de las latas de escabeche, al recibir las gotas de lluvia.
Antes de que el frio, combatido en la fragua del herrero o acariciando el gato al amor de la hornacha, diera permiso para comenzar la poda de los majuelos, llegaban unos días de juerga, tradición y pequeños desenfrenos.
Al día siguiente comenzaba la fiesta. Alejandro era el mayor de los quintos de aquel año y como era tradición, el encargado de llevar el ramo, El Rey.
Después de comer, Alejandro se reunió en El Trinquete con sus quintos. Eran lo menos quince, por no pararse a contarlos y otras tantas quintas.
En casa del Tío Cipriano había una quinta. Con tantas hijas, raro era el año que no había alguna. Cipriano Contreras había tenido seis hijas y un solo hijo varón, cosa que hizo de las ventanas de su casa unas de las más visitadas por el mocerío masculino.
En casa de La Reina, la mayor de las quintas, recogieron el ramo hecho con ramas de encina, cintas de colores, caramelos y mandarinas y a los compases de una dulzaina y un tamboril, todavía sobrios, se dirigieron a la iglesia, al rosario.
Toma Rey, el Ramo en vuelo
y cumple las tradiciones,
que con sobradas razones,
dejaron nuestros abuelos.
En el rosario, solemnidad, suelta de palomas y envidia de los más viejos ante tanta riada de juventud, entre capas, mantillas, mantones con bordados de colores y esa fuerza imparable que ampara a los veinte años.
Luego del empacho de ceremonia, llegó el momento de llenar la andorga para toda la quintada. En la merienda cayeron varias latas de escabeche, unas corras de chorizos y casi medio cántaro de vino.
Después cada uno a su casa a realizar labores que no entienden de fiestas. Ordeñar, dar de comer al ganado y cenar las sopas de ajo.
Nada más cenar, masticando el último bocado, Alejandro salió de su casa a buscar a sus amigos.
-Vamos en ca El Tío Cipriano a hacernos los encontradizos con las mozas de la casa.
Cuando llegaron vieron luz en una de las ventanas de las habitaciones, las chicas habían olvidado cerrar las contraventanas y estaban en paños menores, preparándose para ir al baile.
Alejandro y sus amigos se quedaron alelados viendo aquel espectáculo de piel blanca que iba y venía por la habitación, probándose vestidos y ajustando las enaguas.
Santiago llegó, incluso, a quemarse con el cigarro de cuarterón que le colgaba pegado al labio.
Pasó un buen rato de ir y venir de las mozas, unas veces desnudas y otras, medio desnudas por la habitación y los bigardos continuaban con los ojos como platos espantando a la helada.
La apoteosis llegó cuando una de las mozas se acercó a la ventana siguiendo a un canalillo que separaba dos mundos inexplorados por mozo alguno. Mirando a la oscuridad exterior dijo:
-Hemos dejado las contraventanas sin cerrar, mira que si alguien ha pasado por ahí y nos ha visto…
-Tranquilas, dijo Alejandro, desde hace media hora  que estamos aquí nosotros, no “habemos” visto pasar a nadie.

sábado, 22 de enero de 2011

El Lobo

Sí, señor juez, conozco a Caperucita prácticamente desde que nació. Son muchas horas las que uno pasa espiando cada rincón del bosque porque de eso depende que el estómago se caliente o no.
Ella y su madre viven donde termina el pueblo y comienza el robledal y tienen una bonita casa que compraron con la indemnización que cobraron al morir atropellado el padre de la niña.
Porque la niña tenía un padre, un padre borrachín que no aparece en los cuentos de la gente de bien.
 Una noche volvía de la cantina a casa, a dormir la mona y otro conductor, tan borracho como él, se lo llevó por delante. No es de extrañar, que en la declaración de su mujer ante su señoría,  no le nombre; el cuento no resultaría bonito ni edificante.
De su madre solo puedo contar que abre la puerta trasera de la casa al cazador, los sábados por la tarde, cuando manda a Caperucita a llevar una cesta con comida a la abuela.
Cuando vi a Caperucita me extrañó que una niña de tan corta edad anduviera sola por aquella parte del bosque. Me consta que su madre la envía a la casa de su abuela, por la carretera que bordea el bosque hasta la aldea vecina.
Pero no fui yo quien la engañó para que cruzase por el medio del bosque, esa niña es una desobediente y una repipi, por más que su madre piense que es un ángel. Su madre no la ve cuando pega a otras niñas, está muy ocupada apareándose con el cazador.
Yo había salido a buscarme la vida, como un honrado espécimen de mi especie, y tenía hambre, mucha hambre, señor juez.
Yo sé que la gente que cuenta cuentos a sus hijos en una cama bonita y después de haber cenado bien, y que mañana leerá en los periódicos la sentencia que me condene, no tiene ni idea ni interés por saber cuánto pesa un estómago vacío.
El caso, señoría, es que el hambre le quita a uno la posibilidad de ser honrado y en mi caso va a terminar quitándome la libertad.
Espié a Caperucita entre las jaras, después entre los robles y decidí por fin abordarla.
Cuando iba a atacarla me entró el pánico escénico y recordé de qué son capaces los humanos cuando aplican su justicia a tipos como yo. Así que la pregunté para disimular:
-Caperucita ¿A dónde vas tan solita por el bosque?
- Voy a llevar a mi abuelita esta cestita con una torta, un pastel y una jarrita de miel
¡Hay que joderse! Perdón, señor juez pero es que se necesita ser cursi para contestar tamaña tontería.
Para fastidiar pude convencerla de que diera un rodeo, está claro que la tonta no conoce el bosque.
El instinto, que es eso que a uno empuja, me decía que me llegase corriendo a casa de su abuela, podría comer los restos de comida de la basura de la vieja.
La abuela vivía en el otro extremo del bosque. A pesar de su avanzada edad no quería ir a vivir con su hija y nieta, prefería que se tomaran el trabajo de ir a asistirla y además podía lamentarse del poco caso que la hacían, para que se sintieran culpables.
Pero cuando estaba revolviendo en el cubo, apareció Caperucita, venía corriendo la condenada.
Otra vez el pánico, señor juez, entré corriendo en la casa, la vieja se asustó y comenzó a gritar como una loca. Tuve que encerrarla en el armario, me puse un camisón que encontré a mano y corrí a meterme en la cama.
No debí de cerrar bien la puerta y la vieja aprovechó para telefonear a casa de su hija.
Caperucita llamó a la puerta y yo, aflautando la voz, la grité:
-Pasa, la puerta no está trancada.
Cuando entró no me dio ni un beso, cosa que agradezco.
No dio tiempo a que dijese aquello de: Abuelita, que ojos más grandes tienes. El que escribió el cuento era tonto o pensaba que lo son los niños. Ninguna niña, ni siquiera Caperucita se tragaría que yo era su abuela, lo que ocurre es que yo estaba de espaldas y tapado hasta las orejas y ella pensó que su abuela estaba enferma y enfadada.
No dio tiempo para mucha conversación, llegó el cazador armado hasta los dientes y me encañonó. Yo solo acerté a salir corriendo y encerrarme en el cobertizo donde me atraparon poco después.
Lo demás carece de interés, ni colorín, ni colorado. Agradezco la oportunidad que su señoría me da de alegar en mi defensa y le pido que considere si es justo que ante una madre irresponsable, una hija desobediente y una abuela terca como una mula, vaya a terminar en un zoológico el único que hizo lo que tenía que hacer.

jueves, 20 de enero de 2011

Isabel

Si no fuera por mi hija, pasaría hambre antes de verme haciendo estos trabajos, pensaba Isabel, casi en voz alta, mientras se disponía a limpiar el escupitajo obsceno con el que la obsequiaba cada mañana algún vecino, en un rincón del ascensor.
Pensó que si algún día le descubría, dejaría en el felpudo de su puerta otro regalito tan desagradable o más.
Isabel trabajaba -desde las seis de la mañana-  para una empresa de limpieza dedicada a las comunidades de vecinos.
Primero hay que barrer y fregar cada tramo de escalera, después se limpian los ascensores y por último, tras dedicarse a los dorados de la puerta exterior, se barre y se friega el portal del bloque de pisos.
Es más fácil decirlo que hacerlo, pero hay que ver como se le queda a una currante el cuerpo después de los seis portales diarios. Y todo por novecientos euros y una cotización a la Seguridad Social de media jornada.
Isabel trabajaba de administrativa en un concesionario de automóviles hasta que la crisis la dejó en la puñetera calle y con la pensión que su ex le pasa, tarde, mal y nunca, se vio abocada a aceptar cualquier trabajo, a pesar de que tenía una buena formación.
Cuando cerró la sexta puerta del día se encaminó a su casa, pasando antes por la tienda de Juan, para comprar el pan y las cosillas necesarias para la cocina. Tampoco se olvidó de comprar alguna golosina para su princesa.
Llegó a su casa, ordenó sus compras en los armarios y la nevera, pasó la escoba, limpió el polvo y se hizo algo para comer.
Como su hija no volvería del colegio hasta más tarde, se sentó en el sofá con el ordenador portátil sobre sus rodillas y decidió empezar la novela que le venía rondando la cabeza.
Sintió un revoloteo de pájaros en el estómago, ante la pantalla vacía del Word y empezó a escribir: Si no fuera por mi hija, pasaría hambre antes de verme haciendo estos trabajos.

lunes, 17 de enero de 2011

Las Nubes

Las nubes son unas masas inmensas en el cielo y se revuelven como si el sol las quemase. El viento las mueve y mezcla sus blancos con sus grises y su humo con su plomo para que parezcan vivas.
 Pero hoy, las nubes, están mucho más bajas de lo habitual, estoy seguro de ello,
Están tan bajas que se diría que rozan las lomas que marcan el fin de la tierra.
El camino es un sembrado de cantos de todos los tamaños y en el centro, por donde no discurren las ruedas de los carros y donde se abona la vida por el paso del ganado, ha nacido la hierba con las primeras humedades del otoño.
El camino muere donde empieza el cielo y resucita más allá con el renacer de la tierra que parecía haber terminado.
A mis espaldas los vendimiadores. Pocos, como corresponde a las mínimas haciendas.
Las manos agrietadas no han descansado de la hoz y ya empuñan la navaja que arranca sus hijos a las cepas. En los riñones el dolor y entre dientes, no sé  si un canto o una queja.
El hastío, la galbana, los restos del naufragio del madrugón, la sed que no alivia el vino vendimiado en otro otoño, la certeza de que se vendimia para tener vino que beber en la próxima vendimia.
Las últimas moscas del año, entre zumbidos, devoran por los ojos a los animales de labranza y liban el mosto pegajoso de las manos y los rostros.
Los cuadros marrones de la manta, resguardan mi cuerpo de las finas cuchillas del viento. Es mi uniforme de centinela al cuidado de las cestas de la comida y la bota de vino, que reposa a la sombra del carro ahora ocioso.
Miro a las nubes entre las ruedas del carro. Si pudiera, apresaría una. Una pequeña que quepa en un cesto grande, después, forraría el terrero con ese saco para que no se escape por las rendijas de las mimbres y pediría a mi abuelo que lo cargue sobre el burro para llevarla a casa.
Los pardales roban el grano de la cebadera de los animales. Les miro, serio, preocupado. Tomo sigilosamente un canto en mi mano derecha y se lo arrojo con fuerza y con rabia.
El canto choca con otros cantos y recorre un tramo corto de camino, mientras los pardales revolotean en huida.
Me levanto, les persigo. Se han posado un poco más allá en el camino. Vuelven a huir al verme agachar para tomar otro canto. Van más allá, yo les sigo.
Ahora que me fijo, el camino termina entre dos nubes que definitivamente se han posado sobre la loma.
Son nubes blancas por arriba y gris oscuro por la panza. Si, si la parte de abajo es la panza, no va a ser la espalda, que dice mi abuelo que dar la espalda a la gente es de mala crianza.
Voy corriendo por el camino y no me preocupan las chinas que se meten en mi calzado ni tampoco ya los pardales, pero se me están escapando las nubes. Se retiran despacio, sin hacer ruido pero más deprisa que yo.
Llego a esa loma en la que, lo juro, estaban posadas antes y ya descansan en la colina que está más allá en el camino.
Esa que parece el bonete de Donnicolás, todo junto, se ha escapado de aquél majuelo y ya se esconde, como corresponde, tras el campanario que asoma en el horizonte.
Tengo que dejarlo, parece que corren despacio más que yo y además si las pillara, se me ha olvidado el terrero. ¡Jó!, que lejos está ahora nuestro majuelo para volver.
Me han montado en el carro para regresar a casa, voy sentado al lado de mi abuelo y choco mi cuerpo contra el suyo por el traqueteo.
Mi abuelo huele a tierra seca y va cantando bajito, también me mira de reojo.
-Agüelo, ¿cómo se mueven las nubes?
-Pues con el aire, ¡qué jodido chiguito! Y... ¿se puede saber a dónde ibas corriendo por el camino?
-A ningún sitio.

abismo de tus labios: No me atrevía ni a respirar para no despertarte

abismo de tus labios: No me atrevía ni a respirar para no despertarte

sábado, 15 de enero de 2011

PUZLES Y PINTURAS

Esta mañana me han lavado la cara, me han peinado, incluso me han echado colonia, creo que huelo muy bien. Después me han traído de la mano hasta aquí, donde siempre estuvo la escuela de este pueblo viejo.
La escuela está caliente y entra mucha luz por las ventanas y de las paredes cuelgan los dibujos de mis compañeros actuales, los de algunos que ya no vienen a la escuela e incluso varios que yo mismo he pintado.
La Seño nos manda sentar y nos reparte los puzles que hoy trataremos de completar a lo largo de la mañana. Después nos ha enseñado como pintar una lámina con los lápices de colores. Hay que procurar no calcar mucho el lápiz y no salirse de las líneas del dibujo.
Mi dibujo va a quedar precioso.
Mi nombre es Alberto, tengo setenta y cinco años y me encuentro en este centro de día para ancianos.

Los Reyes

Por las rendijas de las contraventanas, se cuela una leve claridad, que ha convertido la oscuridad en una penumbra gris.
Me ha despertado un crujir de las tablas del suelo, quejumbrosas al paso de alguien que pisa tratando de evitar inútilmente el ruido.
No me puede asustar el paso de ese fantasma, porque a los fantasmas alojados en mi mente, les tengo perfectamente controlados. Son como de la familia.
Hoy me he despertado recordando, que hace cuarenta y ocho años, cuando los fantasmas aún estaban vivos, distinguí en esta misma habitación, seguramente a esta misma hora, la silueta de una mujer joven, mi tía, que portaba en las manos una bandeja.
Algo me decía que debía de hacerme el dormido, que mis ojos seguirían entreabiertos, para espiar entre las pestañas los movimientos de mi tía por la habitación.
Tina, mi tía, depositó en el poyo de la ventana, esa misma ventana, la bandeja que llevaba en sus manos y salió de la habitación tratando de mirarme y de no hacer ruido, otra vez inútilmente.
La mañana era dulce de dormir, mi cuerpo disfrutaba de ese calor húmedo que solo proporciona el permanecer bajo las mantas, hundido en el colchón de lana y tapado hasta los ojos.
Hoy también seguí los pasos del fantasma en la penumbra, tratando de no hacer crujir las tablas de la realidad. Pero el fantasma se dio cuenta de que los ojos que le miraban, llevan cincuenta y un años desengañando a mi cerebro y se desvaneció.
Cuando aquella mañana me levanté de la cama, grité: Agüelaaaa, Tía Tiiinaaa, en la ventana hay algo.
Todos subieron a mi habitación tratando, con ilusión, de explicarme que unos Reyes Magos regalan cosas a los niños los días seis de enero por la mañana.
En la bandeja había galletas de vainilla, caramelos, polvorones y grande, hermosa, redonda una naranja.
El fantasma me ha despertado, así que, voy a levantarme a tomar un café.
Sobre la mesa de  la cocina, la misma cocina de entonces, nuevo, negro, brillante está mi flamante ordenador portátil, El Cazafantasmas.
Luis Ángel
6 de Enero 2011