sábado, 15 de febrero de 2014

El viaje de Mariana

img_6726 A Pascual le atraparon sus ojos desde que se asomaron a la puerta del autobús. Le atraparon como una pajarera a la que él mismo había puesto el cebo, sin saber que la presa sería él .

Mariana tenía la piel morena de las mujeres de su país y un cantar dulzón en el habla, que salía por una boca de labios gruesos, jugosos y apetecibles.

Venían cuarenta y nueve palomitas más, pero ninguna con aquella sonrisa picarona que levantaba sus pómulos y mostraba unos dientes más blancos que la nieve de Peñacorada.

Podría haberse fijado en otra, pero después del primer beso en la mejilla, sus ojos se marearon siguiendo el vaivén de aquellas caderas redondas, aquel jersey ajustado y aquellos pechos enormes que asomaban por el escote atrevido y ya no vio a ninguna más. La siguió embobado por las calles del pueblo, que se habían vestido de gala para recibir a la Caravana y saltó y bailó al son de la charanga que asustaba a los pardales que asomaban bajo las tejas.

Mariana bailaba, meneaba las caderas y cantaba olvidando las penas que arrastraba por Madrid y las alegrías que dejó en Lima. El aire le enfriaba las mejillas pero no se arredró. Al fin y al cabo había venido a divertirse y a ver qué salía de aquella aventura. 

Nada más llegar vio apoyado en una pared a un tipo (Ramón) que removió algún rescoldo, aun medio encendido, en alguna parte de aquella arquitectura de mujerona, pero enseguida se dio cuenta de que sólo miraba el espectáculo sin querer participar en él. A pesar de todo Mariana no le quitaba ojo, tenía el porte de señor que aparece en un culebrón televisivo y unos ademanes seguros y pausados. Coincidió el beso que Ramón dio a su mujer con una mirada de Mariana a una nube negra que empezó a descargar agua.

En el baile que hubo tras la comida se le acercó Pascual colorado y con toda la timidez del mundo, a invitarla a bailar. Mariana accedió, pero se extrañó de que el tipo no le dirigiera la palabra en toda la pieza. Después Mariana  buscó por la sala la cara de Ramón, pero no la encontró. Fuera seguía lloviendo.

Por la noche ya había callado la charanga. Marchó el autobús, en él se iban del pueblo algunas menos de las que vinieron. Pascual pensó que si se iba Mariana se iba su gran ocasión. Mariana pensó por última vez en Ramón y el pueblo retornó al silencio habitual y a las afueras ladró un perro. 

jueves, 13 de febrero de 2014

Sabor a mi

Pareja-Bolero Cuando se levantaba cada mañana le parecía escuchar, dentro de la misma habitación, a la orquesta tocar el bolero de siempre y a ella susurrar a su oído la letra de la canción mientras bailaban.

Era la forma de empezar un nuevo día y de tomar aire, para soportar otro día más esa falta del oxígeno que la envolvía al andar.

Cada noche era un salto en la oscuridad y un soportar el peso de la ansiedad en el pecho, buscando desesperadamente su piel en el lado izquierdo de la cama, en el que ella nunca estuvo y ya nunca estaría.

Media vida palpando esa ausencia entre las sábanas, pero sabiendo que podría ahogarse en ese reflejo de mar, agarrado a sus ojos, en cualquier momento, como un regalo de la vida en el instante más inesperado. Tarde o temprano terminaba por presenciar el vuelo de palomas blancas en las manos de ella, como si le acariciasen a través del aire.

Aquel día, cuando ella cerró sus ojos al mar para siempre, pensó que podría sobrellevarlo. Al fin y al cabo los años le habían acostumbrado a respirar sus ausencias y a templar en solitario la temperatura de las sábanas. Sabía imaginarla flotando en el aire de la habitación, podía oler sus aromas enganchados de las hojas de los chopos por donde ella solía pasar y escuchaba su voz en cada tañido de campana o en cada susurro de brisa.

Pero no, le costaba recuperar todas esas sensaciones ahora que ella ya no estaba. Esta vez las noches ya se volvieron totalmente negras, porque se había apagado, para siempre, la luz de luna sobre la piel que antes alumbraba. Él se revolvía en la cama, tratando de recuperar su cara en la pared de las retinas, agitaba las manos en el aire oscuro tratando de tocar sus cabellos, como un clavo ardiendo al que agarrarse y sólo apagaba el clavo con las lágrimas. Era imposible empujar al reloj a cumplir horas y orientarse en el frío.

Hasta que un catorce de febrero, como escapando de uno más de los naufragios de las noches, le pareció que junto a su cama, ella le llamaba desde una pista de baile, envuelta en un destello de raso rojo y lanzándole su mirada como un salvavidas.

No, no es que enloqueciera, es que cantaba el aire dulce y ella susurraba a su oído la letra del bolero. Así cada despertar, hinchando el pecho para nunca más ahogarse. Pasarán más de mil años, muchos más…        

 http://youtu.be/CnNFKNdgxXI