
A ella sólo
le quedaron los rezos, la pensión de mierda y unas gallinas con las que
conversar mañana y tarde, a falta de los hijos, que vuelven de puente a puente
arrastrados por la corriente de la deserción.
Aun le queda
la costumbre de escribir cartas. ¿Cómo os va, hijos? El invierno llega otra vez, como si llegara
para algo más que para meterse por la lumbre a cargarla de leña y paja ¿qué tal
las notas de los chiguitos?
Ella tiene
siempre cargada la batería de su teléfono móvil, por si sus hijos la llaman.
Estoy bien, dice ella, fastidiada del reúma, pero bien. ¿Cuándo tenéis un
puente de esos para venir?
Cada poco
hay un entierro, una reunión de resignados con un cura viejo al frente, que ya
receta los réquiems con la soltura de la costumbre, a hisopazos, que amenazan
más que consuelan.
Los de los
servicios sociales ya vinieron a verla una tarde. Que si quiere ir a la
residencia, que si en casa sola, que a su edad…
Claro, si me
llevan… tendré que matar las gallinas, ¿qué pintan?
Las flores
de la tumba de él se han secado ya desde Los Santos. Nada, cuatro crisantemos
de una esquina del corral y un jarrón de plástico de los chinos, comprado un
sábado de mercado, que un vecino la llevó con su coche.
Llevó para
cambiarlas unas flores de plástico, las metió en el jarrón, con unos cantos
dentro, para que no las lleve el aire de diciembre y se santiguó para rezarle
un padrenuestro.
¿Cómo lo
hiciste tú, Marcelo? Ya te aburrías sin tierras y ganado y te largaste.
Los hijos no
vienen este año en Navidades. Trabajan como burros y se tienen bien merecidas
las vacaciones en Candanchú.
Ayer mató la
última gallina y la metió al arcón, el saco de trigo se lo regaló a un vecino.
Otra vez
lloviendo, qué asco de invierno. Entre los visillos vio venir a la asistente
social, con una carpeta bajo el brazo y acompañada de un tío relamido, que no
conocía.
Menos mal
que maté las gallinas.