Ulpiano reaccionaba con rabietas y juramentos gruesos a los contratiempos del día a día.
No es que fuera más cascarrabias que la media, no, pero conseguía liberar tensiones.
¿Que el milano le llevaba los pollos? un mecagüen San Aviador venía a socorrerle. ¿Un golpe de martillo en un dedo? las culpas para el último tornillo que sujeta el firmamento. Si había nube a media trilla, mecagüen la escopeta del obispo. Si además granizaba, las culpas para Santa Bárbara, La Bruta.
Pero no, no sabía en quién descargar sus denuestos el día que fue a buscar los corderos, que soltaba a pastar al Camporrío y los animalitos, al verle, pies pa qué os quiero, alto del castillo arriba.
El paquete diario de Celtas Cortos, lo empinado de la ladera, los sesenta y tantos años y un tropezón al pisar los cordones de los zapatos, que siempre llevaba sin atar, terminaron con Ulpiano rodando ladera abajo, como un cesto.
Se acordó de los zapatitos del Niño Jesús, de la cuca de las monjas, de la patrona del pueblo, pero no encontró ofensa que paliara tanto desaguisado.
Impotente, ridículo, rojo, iracundo. Cuando terminó de sacudirse el polvo de la chaqueta, de pincharse con mil gatuñas, en ella prendidas y de chuparse la sangre de un dedo, tomó la boina entre sus manos, la colocó con el interior mirando hacia arriba y alzando sus ojos al cielo, gritó seco, rabioso, potente: ¡San Dios!, ¡Aquí, aquí, bajad todos aquí de una santa vez!
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