martes, 25 de enero de 2011

LAS CANDELAS

-Seguramente ya han llegado las forasteras en ca Cipriano. Fue el comentario de Alejandro, el mozo más lanzado del pueblo, a decir de sus compinches Ruperto y Santiago.
-Sí, contestó Ruperto alborozado, esta misma tarde las vi llegar en el coche de línea.
-Seguro que continúan tan mujeronas como siempre, dijo Santiago.
-Y que lo digas, acaso mejor que nunca.
Como cada año, Cipriano Contreras recibía en su casa a las hijas de su hermano, residente en la capital, para celebrar por todo lo alto la festividad de Las Candelas.
El Invierno era la época del descanso entre dos cosechas, tiempo de pasar el rato en pequeñas labores de mantenimiento. Arreglar los aperos de labranza, coser las cornales, elaborar terreros de mimbre, retejar las goteras, para acabar con la sinfonía de las latas de escabeche, al recibir las gotas de lluvia.
Antes de que el frio, combatido en la fragua del herrero o acariciando el gato al amor de la hornacha, diera permiso para comenzar la poda de los majuelos, llegaban unos días de juerga, tradición y pequeños desenfrenos.
Al día siguiente comenzaba la fiesta. Alejandro era el mayor de los quintos de aquel año y como era tradición, el encargado de llevar el ramo, El Rey.
Después de comer, Alejandro se reunió en El Trinquete con sus quintos. Eran lo menos quince, por no pararse a contarlos y otras tantas quintas.
En casa del Tío Cipriano había una quinta. Con tantas hijas, raro era el año que no había alguna. Cipriano Contreras había tenido seis hijas y un solo hijo varón, cosa que hizo de las ventanas de su casa unas de las más visitadas por el mocerío masculino.
En casa de La Reina, la mayor de las quintas, recogieron el ramo hecho con ramas de encina, cintas de colores, caramelos y mandarinas y a los compases de una dulzaina y un tamboril, todavía sobrios, se dirigieron a la iglesia, al rosario.
Toma Rey, el Ramo en vuelo
y cumple las tradiciones,
que con sobradas razones,
dejaron nuestros abuelos.
En el rosario, solemnidad, suelta de palomas y envidia de los más viejos ante tanta riada de juventud, entre capas, mantillas, mantones con bordados de colores y esa fuerza imparable que ampara a los veinte años.
Luego del empacho de ceremonia, llegó el momento de llenar la andorga para toda la quintada. En la merienda cayeron varias latas de escabeche, unas corras de chorizos y casi medio cántaro de vino.
Después cada uno a su casa a realizar labores que no entienden de fiestas. Ordeñar, dar de comer al ganado y cenar las sopas de ajo.
Nada más cenar, masticando el último bocado, Alejandro salió de su casa a buscar a sus amigos.
-Vamos en ca El Tío Cipriano a hacernos los encontradizos con las mozas de la casa.
Cuando llegaron vieron luz en una de las ventanas de las habitaciones, las chicas habían olvidado cerrar las contraventanas y estaban en paños menores, preparándose para ir al baile.
Alejandro y sus amigos se quedaron alelados viendo aquel espectáculo de piel blanca que iba y venía por la habitación, probándose vestidos y ajustando las enaguas.
Santiago llegó, incluso, a quemarse con el cigarro de cuarterón que le colgaba pegado al labio.
Pasó un buen rato de ir y venir de las mozas, unas veces desnudas y otras, medio desnudas por la habitación y los bigardos continuaban con los ojos como platos espantando a la helada.
La apoteosis llegó cuando una de las mozas se acercó a la ventana siguiendo a un canalillo que separaba dos mundos inexplorados por mozo alguno. Mirando a la oscuridad exterior dijo:
-Hemos dejado las contraventanas sin cerrar, mira que si alguien ha pasado por ahí y nos ha visto…
-Tranquilas, dijo Alejandro, desde hace media hora  que estamos aquí nosotros, no “habemos” visto pasar a nadie.

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