sábado, 19 de febrero de 2011

CHUCHO

Cuando tenía catorce años, mis padres quisieron que ingresara en aquel colegio de curas. No les culpo, seguro que su intención era la de hacer de mi un hombre de provecho, que no tuviera que pasar las penurias que ellos pasaron.
Allí empecé a estudiar en los libros de la vida, pero empezando por una lección que, seguramente, no se correspondía todavía con mi edad.
Jesús (Chucho) trataba de aprender las mismas lecciones que yo, alternando las bofetadas de la vida sin afectos, con las que nos propinaban los curas.
Así entre complicidades, clases, y ratos de cantar mal a dúo, maltratando a una guitarra, empezamos a ser más hermanos que amigos.
La adolescencia galopaba sin freno por nuestras venas y juntos, experimentábamos las mismas rebeldías, los mismos deseos, las mismas dudas. Éramos almas gemelas.
El tedio de los días laborables, entre libros, rezos y trabajo gratuito en la imprenta de los curas, lo combatíamos como podíamos con algún rato en el frontón y otros de charla y de confidencias.
Los domingos nos dejaban salir por las tardes y al principio íbamos al campo de fútbol de un equipo en división regional, que dejaba pasar gratis a los alumnos del colegio. Hasta que un año después,  con más ganas de hembra que de fútbol, descubrimos el colegio de Las Irlandesas, donde unas palomitas enjauladas a perpetuidad, incluidos los domingos, nos llamaban desde las ventanas.
Nosotros hacíamos un amago de exhibicionismo, sacando entre la cremallera de la bragueta el dedo más largo y ellas, escandalizadas, nos miraban con un ojo, tapándose el otro con las manos y gritando histéricas: ¡no miréis, no miréis! Solo era un dedo.
Pero ellas no se apartaban de las ventanas y parecía que los domingos por la tarde nos estuvieran esperando. Recuerdo que cada vez fingían menos escándalo, hasta que alguna incluso enarboló su sujetador por bandera, para nuestro sonrojo.
Con el caballo de la testosterona desbocado, se nos subió la rebeldía a la azotea y empezamos a protestar en el colegio, airadamente por todo. Por la comida, por el trabajo en la imprenta, por los curas mete mano y por lo que se nos ocurría con razón o sin ella.
Así que, tanto molestar, cuando terminó el curso nos expulsaron, alegando nuestra falta de vocación sacerdotal.
No vivíamos muy lejos el uno del otro, solo a quince kilómetros, pero en los años que siguieron nos vimos pocas veces. Yo seguí mis estudios en otro lugar y él empezó a trabajar en alguna fábrica.
Una mañana de agosto, al ojear el periódico en el bar, leí la noticia del atentado terrorista del día anterior, en la estación de Atocha de Madrid. Había varios muertos y heridos, pero uno de los fallecidos llamó mi atención.
Jesús Emilio Pérez Palma, con domicilio en Mondragón (Guipúzcoa).
Chucho solo tenía diecinueve años, una sonrisa ancha, una mochila y muchas ganas de vivir.

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