No se por qué los clubes de jazz tienen esa atracción para los solitarios. Seguramente son un estercolero en el que arrojar los cuajarones de melancolía, o precisamente lo contrario. Una manera de recargar de miseria vital las venas, como el último combustible, capaz ya de arrancar los corazones renqueantes.
El caso es que Jimmy llegó al Cerco de Luna una noche de hace cuatro años, arrastrando los zapatos y el alma, y aparcó sus cansadas posaderas en una mesa del fondo del local.
Rose, la cantante, apoyaba una mano en el piano y se contoneaba embutida en un vestido, que más que vestirla, encarcelaba sus caderas entre los barrotes de lentejuelas y catapultaba sus pechos hacia el cielo haciendo tragarse a Newton sus teorías.
Una noche tras otra y un gintónic cada cuarto de hora, Jimmy se animaba para acercarse a la diosa Rose, creyendo haber encontrado una vez más, a la mujer más maravillosa de la tierra.
Una noche salió tras ella a la trasera del local y vio como Rose naufragaba en un mar de lágrimas amargas aporreando la pared.
Jimmy puso entre sus labios un cigarrillo encendido y la abrazó por la espalda, mientras la oía despotricar contra aquel bastardo que la pisoteaba el corazón.
Desde aquel día Jimmy y Rose, compartieron cama y espejo del cuarto de baño.
Lo malo del amor entre cuatro paredes y con los besos a plazo fijo, es que termina por convertir en cenizas la pasión y acaba asfixiando casi cualquier corazón.
No es que Jimmy no la quisiera, pero se buscó una corista a la que abrazar por la espalda, para espantar a las hojas del almanaque y con la que regar de gintónic, las noches en las que Rose le abandonaba por el piano del club de jazz.
Anoche fue a buscarla al Cerco de Luna y la encontró llorando en el hombro de un tipo que la ofreció tabaco y le decía; Nena, deja a ese bastardo. Jimmy pegó media vuelta sin que le vieran y se fue a buscar otro club de jazz.
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