Parece mentira, ayer el cielo parecía haberse enojado para siempre, en él se revolvían los nubarrones negros y amenazaba con una pesadilla eterna.
Los truenos pretendían nuestra rendición por miedo y en las esquinas vociferaba el viento sacudiendo los árboles y las flores, a la vez que arrastraba los pequeños proyectiles en forma de granos de arena.
Sin embargo hoy los dioses están aplacados, como si hubieran perdido la memoria en cualquier rincón de la noche oscura y se hubieran olvidado de nosotros.
Los tejados de las casas disimulan al sol del amanecer y retoman la vida como si no hubiera pasado nada. En eso debe de consistir la paz, en que el cielo azul ignore que una vez se vistió con vapores grises de plomo y piense que nunca fue otra cosa que protector de los hombres.
Ya están hechas las parvas en las eras y los sudores a punto para el fruto, por eso es necesario creer en la paz perpetua, para no naufragar en la desesperanza y que no se ahoguen las primeras sonrisas de las mañanas.
Empieza a caminar el sol de cada día, el río corre fresco y limpio y el aire de la mañana aun no abrasa. La gente se despereza en la atmósfera dulzona de las alcobas y los trinos ensordecen al pueblo.
Yo miro hacia el cielo del poniente, tratando de adivinar si por él hoy encontrarán su camino los nubarrones.
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