Ella cree haber sido niña alguna vez, pero nadie más se acuerda. Los vecinos del pueblo, a fuerza de ignorarla, sólo la recuerdan con la cara del día anterior.
Alguien debió de inculcar en su cabeza que no se mata al hambre siendo uno más de los hambrientos y por eso quiso, desde siempre, desprender ese tufillo de superioridad, que tanto molesta a los que comparando, no encuentran diferencias en el rugir de las tripas desesperadas.
La escuela no hizo en ella más mella que en las demás niñas. A penas leer, escribir y manejar las cuatro reglas. En un pueblo con olor a hierba segada y a boñiga de vaca, ella pensó que lo mejor que podría aprender, sería la forma de salir de él por la puerta grande.
De moza, era lo que en estas tierras se viene a llamar una moza fanfarrona. Si se la comparaba con las demás, alta y fuerte. Si no fuera por ese rictus amargado, guapa. Si no fuera por las medias con carreras, con clase. Pero ella no se molestaba en disimular el desagrado que le producían en el baile las manos toscas y los ademanes poco refinados de los labrantines. Ese olor a pobreza, tan parecido al suyo, era capaz de revolver su estómago hasta la náusea cuando lo percibía en los demás.
Pero una vez perdió los papeles cuando un galán atrevido la sacó de la mano del baile y la arrinconó contra el barro de una tapia. Por un momento a ella le flaquearon las rodillas, al darse cuenta de que no terminaba de desagradarle el tener emborronado el carmín y alrededor de su boca una humedad que no era la suya.
Su madre, cuando la vio llegar con los pelos desarreglados y la espalda del vestido víctima de los restregones contra el tapial, la preguntó, no, la gruñó ¿donde te has arrimado? no te he criado yo robando gallinas, para que te dejes sobar por cualquier destripaterrones.
La cosa es que el mozo tenía un capitalito y mucha ambición, así que apremiada por la amenaza de un arroz pasado, terminó casada con el único mozo del pueblo que no la tenía miedo.
Su marido reunió un dineral trabajando de sol a sol y trapicheando con inteligencia. Al menos ella se vió liberada de los trabajos con los que cargaban las demás mujeres. No es que ser señora de una casa fuera un trabajo ligero en aquellos años, pero no se pasaba el día como las demás segando y echando de comer a los cerdos. No destrozaba sus manos, ni tostaba su piel al sol y al aire de las rastrojeras. No era lo que soñó. Aunque su marido tenía dinero, alguien dijo que seguía siendo un ladrón de cagalitas, pero si ella se comparaba con otras vio que cobraba facturas a la vida en lugar de pagarlas.
Puede que no se pueda alcanzar la gloria de un solo salto, pero viendo crecer a sus hijas pensó que del siguiente saltito, ellas además de dinero tendrían el reconocimiento social que a ella nadie concedía.
Una vez las mozas aparecieron por el pueblo con unos gañanes de baja estofa y vieron a su madre perder la compostura y gritarlas aquello de que en su casa no entraría ninguno que no tuviera carrera. Así que las niñas fueron a la universidad, que si no sacaban la carrera, ya encontrarían a uno que la tuviera.
El salto social parecía asegurado al llenar la cena de Nochebuena de licenciados e hijos de licenciados, pero en el pueblo parecían molestarse ante tanta prosperidad y seguían diciendo que mucho postín para un ladrón de cagalitas.
Toda la vida queriendo ser Doña Resurrección y no poder pasar de “La Resu”.
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