A mí siempre me dio miedo subir y bajar en un ascensor. Cada
vez que lo hago, me veo metido en una jaula cerrada, sin escapatoria y colgado
de un hilo que se me antoja más fino, cuantos más pisos tiene el edificio.
Luego están los roces de la jaula contra los raíles que la guían y esa especie
de cojeo de los viejos ascensores, cada vez que el rail tiene una soldadura.
Yo vivo en un séptimo y jamás tomo el ascensor. Creo que
tengo unas buenas piernas y una buena capacidad pulmonar, pero a veces no salgo
de casa por no subir y bajar las escaleras.
Eso a mi mujer le enciende. ¡Mira que tener miedo de tomar
el ascensor! ¡Vaya hombrón! ¡Todo el mundo sube y baja en el ascensor y no pasa
nada! ¡Los vecinos ya se han dado cuenta de lo que te ocurre y somos el
cachondeo de la comunidad!
Yo siempre agacho las orejas, sin atreverme a recordarle su
tembleque cada vez que oye un trueno, o se va la luz.
Hace poco conocí a Paloma. Tiene unos ojos con olor a mar y
unos labios risueños y relajados.
Paloma es técnico de mantenimiento de ascensores, sabe cómo
funcionan esos chismes e intenta convencerme de que son muy seguros, que el
porcentaje de accidentes es despreciable y que no hay ninguna razón para
temerlos. Hay que disfrutar de las cosas de la vida sin temor, me dice.
Hoy Paloma me ha propuesto que me vaya a vivir con ella.
Vive en un décimo piso, pero quiere que ahorremos para una casita en el campo,
casi sin escaleras.
Mientras tanto, me ha dicho que la llame al portero
automático cada vez que llegue a casa y ella bajará para acompañarme y darme la
mano mientras dure el viaje del ascensor.
No desaproveches la oferta de Paloma.
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