Después de un silbido y con el Jefe de Estación dando paso con su banderín, el tren partió, abandonando el andén de la estación.
Alcanzó su máxima velocidad mezclando el ruido con la inercia y convirtiéndose en una flecha flácida, pero certera contra la abertura del túnel, practicada en el vientre de la montaña.
Dentro de la oscuridad del túnel imaginé, que no vi, los monstruos de las entrañas de la tierra, alimentándose de las raíces retorcidas de las plantas y heridos por la luz del foco de la locomotora.
Después el tren se estiró en la llanura y vio pasar las estaciones, las ciudades y los árboles.
En estaciones y apeaderos la gente subía y bajaba de los vagones con bultos, con anhelos, con las lágrimas de las despedidas y los besos excitados de los reencuentros.
El fin del trayecto siempre me pareció un acontecimiento cercano a la muerte, pero no tan cercano que no desapareciera al día siguiente, cuando volviera a sacar mi tren eléctrico de la caja de cartón y el jefe de estación volviera a darle la salida.
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