Ese lunes, después de levantarme y esperar que mi hija dejara libre el baño, me dispuse a asearme.
Me miré al espejo del armario del cuarto de baño, la cara de lunes desleído, el sueño y el ademán cabreado.
Después de la ducha, enjaboné mi cara para que la cuchilla pudiera hacer su trabajo de todos los días en mis mejillas, que poco a poco, iban tomando color.
Después busqué en la estantería, donde se alojan los tres cepillos de dientes, tantos como habitantes tiene mi casa, y tomé el azul que me venía sirviendo desde hacía dos meses.
Me pareció extraño encontrar el cepillo húmedo y abriendo la puerta pregunté:
-¿Alguien sabe por qué mi cepillo de dientes azul está mojado?
-¿Tu cepillo de dientes azul? preguntó mi hija ¡Ese es mi cepillo!
-¿Seguro?
Mi hija llegó con un asomo de rabia en sus ojos, agarró el cepillo, quebró con asco y furia su mango azul y lo arrojó al cubo de la basura.
¡Era mi cepillo!
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