viernes, 13 de mayo de 2011

Geraldine

ParisTen cuidado, amigo mío, me dijo Jean-Claude. Aunque parezca una mosquita muerta, Geraldine es de esas mujeres que parecen llevarte a la gloria, mientras te empujan sin piedad al precipicio.

No hice caso de las advertencias de mi amigo, así que, volví a telefonearla cuando tuve que viajar a Paris. Del otro lado del teléfono sonó su voz suave, su risa cristalina de siempre.

Quedamos para cenar en Fontaines Saint-Honoré, muy cerquita de La Comèdie Française. Geraldine estaba espléndida, se había enfundado un vestido rojo y tan rojos como su vestido, sus labios.

Articuló una sonrisa al verme, seguramente al comprobar mi cara de lelo mirándola.

Ya no me acuerdo de qué cenamos, solo recuerdo que nos devorábamos el uno al otro con los ojos, con hambre atrasada.

Después bailamos en una pista de baile, de un decadente club de jazz, casi a oscuras, mientras a dúo lloraban el piano y el saxofón.

Desde allí, a las tantas, nos dirigimos pasados de champagne a la pensión de la Rue Rivoli, en la que yo me hospedaba, agarrados como enredaderas, yo sin la corbata y Geraldine descalza.

Cuando pedí en recepción la llave de la habitación, sonó el despertador.

Maldije y blasfemé al reconocer el amanecer de un día de diario. Solo acerté a ver, como una primera herida, la luz que se colaba por las rendijas de la persiana.

Volví los ojos al otro lado de la cama y por un momento, creí ver a Geraldine por última vez, mientras me empujaba sin piedad, al precipicio de la vida de siempre.

Mientras me disponía a otra jornada de trabajo mascullé: Bonjour, tristesse.

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