martes, 24 de mayo de 2011

Los Nogales

Nogal1En un rincón del huerto, a la sombra de dos nogales centenarios, había un pozo con una noria.

Los dos nogales eran un milagro de la vida, porque tenían los troncos huecos y casi podridos, pero en sus copas eran frondosos, altos y un abrigo perfecto para el habitar de pájaros, casi invisibles entre las hojas.

La cosecha de nueces, que al recogerla manchaba los dedos de negro, un año si y muchos no, dependiendo de las casi seguras heladas en primavera, era más que un alimento, un entretenimiento en las horas oscuras de las tardes de invierno.

Muchos días de primavera y otros de verano, antes de la siega, les pasaba yo de niño a la sombra de los nogales, inventando historias fantásticas y fabricando herramientas, cuyo nombre no me era desconocido, porque yo mismo me inventaba la herramienta, la utilidad y el nombre.

Los mayores trabajaban en las faenas propias de la huerta, sembraban los semilleros, plantaban, cavaban, sulfataban los frutales, quitaban las malas hierbas y convertían la huerta de Los Nogales en un edén.

El burro daba, sin cesar, vueltas a la noria para llenar los surcos de vida y disolver los alimentos que el rio cercano había depositado, en años de riadas, a los pies de Los Nogales.

El trabajo se convertía en frutos de la tierra. Manzanas reineta, ciruelas claudia, peras de cuchillo, verde doncellas, pimientos, puerros, tomates, fréjoles secos y verdes, patatas, ajos y cebollas.

La huerta de Los Nogales daba para comer y para vender. Para vender la fruta a lomos del burro por los pueblos de la comarca, en el invierno.

Pero además nos proveía de otro alimento no menos necesario. El trabajo codo con codo, las bromas a pesar del sudor, el sentimiento del clan que se contagia el cariño, los recuerdos en voz alta de los ausentes, la promesa forzada del pan en familia.

Y a la hora del almuerzo, acudir a la caseta de adobes a enjugar el sudor, a lavarse en la herrada, a dar cuenta de chorizos y lomo de orza, sorber las sopas incandescentes, templar la bota de vino de la bodega.

La caseta estaba rodeada de enredaderas, de lilares y en un escriño encastrado en el barro, una colmena.

Mientras la siesta, yo me tumbaba con mi abuelo a la sombra de los viejos nogales y junto al pozo, oyendo los zumbidos de las moscas y los cantos de los pájaros.

Hablaba con él impidiéndole el sueño. Allí aprendía las palabras amasadas por los siglos. El saliente, el poniente, chiguito, cornejal, macal, socallo, cebadera, celemín, cornales, lambronear.

Sonidos dulces como una música interpretada por mi pueblo, palabras de amor de las madres, sentencias de las abuelas, dichos de los vecinos, herramientas para comunicarse alegría, pena, esperanza.

Cuando no se decir lo que siento de forma exacta, vuelvo a Los Nogales, junto al Pozo de Las Palabras.     

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