Cada mañana se lamentaba de haber marchado de su tierra y maldecía cuando veía caer aquella lluvia fina y cotidiana, que empapaba el último rincón del alma.
Los pinos, mas que verdes, parecían un ejército de fantasmas negros, moviendo sus brazos vegetales, entre la neblina que formaba el agua.
Quince días sin ver el sol, solo este asqueroso calabobos, barro y arroyuelos en el asfalto degradado. Cojo la maleta y me vuelvo, al fin y al cabo, poco tengo que meter dentro.
Y el tren se puso en marcha, abandonando un andén huérfano de nostalgias y pasando del día sin sol, a la noche de los túneles, como queriendo que la imagen del infierno húmedo se grabara en un flás, a martillazos de penumbra en su memoria.
Poco a poco, subió la luz. Ya se apartaron las montañas, la llanura era más franca, tenía menos pliegues donde esconder la desesperanza.
Recordaba este paisaje muy bien, aquí las desgracias vienen de cara, no tienen un escondite tras cada curva, andan a pelo sobre las rastrojeras.
Ya más tarde, el sol hizo olvidar las inundaciones de las manos a sueldo, los chopos escoltaban la entrada en el pueblo y a lo lejos se dibujaban las ruinas de piedra encaramadas al puesto de vigía.
Se acercó al río, donde carga a cuestas con el puente y allí, junto al lugar en el que se sientan los viejos, clavó sus pies con fuerza en el suelo añorado y se durmió. Soñó con el paso de las estaciones sobre el puente, con los cambios de humor del río, con los rebaños pastando a su alrededor y ya no quiso volver a despertar.
Cuando salieron los viejos a esparcerse a la entrada del puente, uno dijo que ese zalce de ramas frondosas no estaba allí antes y el otro le contestó que cada día estás más modorro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario