Javier quería un coche nuevo. Trabajaba con un camión, uno de esos grandes que pisotean las autovías.
Como Javier era soltero y se administraba bien, había conseguido ahorrar unas perrillas para dar una entrada y luego, gracias a su nómina, esperaba conseguir una financiación de la caja de ahorros para su capricho.
Visitó todos los concesionarios de coches de la ciudad y pronto se decidió por un coche que le iba como anillo al dedo. El consumo perfecto de combustible, la potencia deseada, las mejores prestaciones y comodidades y esa prestancia que tiene la chapa recién pintada de los coches nuevos.
El comercial le informó de que la siguiente semana recibirían un modelo igual que el suyo y podría probarlo el próximo sábado para decidirse.
A Javier, su jefe le había ordenado, con los malos modales de siempre, que el lunes estuviera como un clavo y a las ocho en punto de la mañana, ni un minuto más, en Salamanca donde debería descargar la mercancía que había cargado el viernes.
Javier, la verdad, es un poco flojo para los madrugones. Pero ese día, casi como un logro, se plantó en Salamanca a las ocho y diez, un retraso despreciable.
La cosa se le dio bien y le descargaron el camión rápidamente, salió zumbando para la azucarera de Benavente, donde cargaría un viaje para La Rioja y también pudo cargar rápidamente.
La tarea del día era infernal, si algo salía mal, no cumpliría con los planes de su jefe, pero de momento, todo iba como la seda.
Llegó a tiempo de descargar el azúcar en la conservera y finalizó la jornada cargando su camión en Alfaro de materiales de construcción.
Satisfecho con la labor cumplida, Javier se dirigió a su destino ya sin las prisas de toda la jornada.
Cuando sólo hacía cinco minutos que salió cargado, sonó el teléfono. Su jefe, hecho un basilisco, le gritaba desde el otro lado de la línea. El localizador GPS le había contado que Javier había llegado a Salamanca con diez minutos de retraso.Y eso que te advertí de que ni un minuto más. Javier le colgó el teléfono y lo arrojó sobre la litera, tratando de procesar y asimilar, el por qué de aquel derrumbe de la satisfacción por el deber cumplido.
Tras rumiar el asunto con rabia, pero preso de una clara lucidez, llamó al comercial del concesionario y de primeras le espetó: ¿Sabes lo que te digo? que no pienso aguantar a este hijo de puta otros tres años para pagarte a ti el coche.
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