Hace años que la llegada del verano me pilla desprevenido, será que no le presto atención porque ya no me coincide con el final de curso.
Recuerdo la sensación de estrenar libertad nueva y limpia que proporcionaba el guardar los libros para toda la eternidad que suponía la llegada de otro curso.
Cualquier mañana con sol parece el estreno de un domingo, pero las del verano saben a otra cosa. Saben a dulzor perezoso entre sábanas, a aire fresco a la sombra de una enredadera, a una condena a la galbana del medio día.
Los veranos de mis primeros años sabían a río de hierba y a hierba de río y la banda sonora eran los silbidos de los vencejos, el ladrido de los perros y las tamballadas de las llantas de los carros, tirados por vacas perezosas entre los cantos de la calle.
Ojos llenos de eras, caras con polvo de mies, trillas como carruseles eternos, animales atados a su condena, moscas zumbando, sombra bajo el carro, olor a grasa de los ejes.
Ahora el verano ya no tiene esa magia. Ya se siente el relente en las verbenas de los pueblos, el frío del agua del río, que hace imposible el baño, la obligación de ir pronto a dormir para trabajar mañana.
Con el paso de los años algunas cosas han mejorado. El calor de agosto ya no es obligatorio, los carros se han podrido en las eras o adornan los jardines, las piscinas sustituyen al río y el aire acondicionado a las moscas. Pero no sé qué daría yo, por volver a acechar desde una higuera como duerme la siesta una muchacha.
Que fotacas :D Son tan bonitas como los recuerdos que acompañan. Yo también recuerdo esa sensación al guardar los libros que criaban polvo en una caja de cartón del desván a la que iban a parir las gatas...cuando recojo ahora los de mis niños es parecido, pero no igual, claro. Un beso
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