Los granos de arena empezaron a rodar uno a uno por la ladera abajo. Fueron juntándose unos a otros con la humedad de algo pegajoso.
Algunas veces en un pequeño descansillo de la bajada, las bolas de arena se adherían unas a otras y en el descanso, el tiempo las endurecía poco a poco.
Mucho tiempo, mucha dureza y más duras aún porque se iban amasando con la sangre que manchaba, no, que embadurnaba la bajada.
La unión de varias bolas hacía más torpe el rodar, pero se iban repartiendo por toda la ladera como un sembrado de los tiempos.
Después de siglos, una cuadrilla de chiguitos descubrió la ladera y la convirtió en un lugar del que inventar historias.
Resbalando ladera abajo, rompiendo zapatos y pantalones, llegaron a usar las bolas como moneda de cambio, como juguete gratuito, como símbolo de su pandilla.
Hasta que la posesión de las bolas se convirtió en una obsesión, a más fuerza más bolas, cuantas más bolas, más respetados.
En poco tiempo se fue quedando la ladera (El Bolar) sin las bolas que los siglos amontonaron y su carestía enfrentó a los chiguitos en bandas.
Un día la cuadrilla se dividió por la desigualdad en el reparto de las bolas y empezaron las peleas. Aquella vez se enfrentaron convirtiendo a El Bolar en un campo de batalla y a las piedras redondas de la ladera las llamaron “balas de la guerra”
Después de la batalla, la sangre de alguna brecha impregnó El Bolar y esa sangre volvió a servir de cohesión a otros granos de arena que iniciaban la bajada.
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