Se acercaba a las afueras del pueblo en silencio, como se acerca un ladrón. Poco a poco, desde la llanura ancha del río abajo, como deslizándose en el aire, fue doblando la curva de alto de El Castro, puerta del pueblo y avanzando entre las casas. Mataba por asfixia a las escasas luces huérfanas del sol y agrandaba las sombras ahumando a la luna llena, mezclándose promiscua con el vómito de los humeros.
A la vez que se adueñó de cada esquina, que neutralizó cada farola, impregnó el aire de una humedad viscosa y fría que se pegaba a las tejas y penetraba en los huesos de los paisanos. El pueblo entero se adormecía en el aire chorreante.
Los sonidos de la caída de la tarde se fueron apagando como si la humedad matase las ondas impidiendo su propagación por los campos. En definitiva, después de la muerte de los trinos, tras asustar la desesperación de los ladridos, sólo se escuchó con claridad el aullido despiadado de un lobo.
El castillo, desde su cerro dominante, quedó a salvo de la inundación de los vapores y divisó a sus pies un mar a la luz de la luna, donde antes discurría la vida.
Las gentes se refugiaban entre sus adobes para poderse ver las caras, para no caer en las garras de la noche y alimentaban con robles el aliento de sus hornachas, aun temiendo agrandar las garras del monstruo que les aprisionaba.
En las calles, la historia dejó de transcurrir, las campanadas del reloj dejaron de tener sentido y por ellas sólo vagaban las sombras escapadas de lo oscuro de los temores.
Nada tendrá sentido hasta que la luz del sol vuelva a despertar el calor, hasta que se sequen los chorreones del frío, hasta que el pueblo regrese a su lugar del mapa en el que desapareció.
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