Aulló el lobo cuando la luna y la niebla custodiaban el pueblo. El aullido recorrió las callejuelas, dobló todas las esquinas y se disolvió en las brumas, desapareciendo para hacerse más presente en los miedos de las gentes.
Todos se preguntaban si sería como la última vez, cuando el amanecer dejó sobre las calles pedregosas la sangre de bestias y hombres, esparcida como semilla de muerte.
De la memoria de los vecinos colgaba el horror como los chupiteles ensangrentados, que aquel amanecer pendían de los tejados. El último noviembre les dejó para siempre un recuerdo del que avergonzarse y callar.
Desde entonces cada paisano leía en los ojos de sus vecinos el recuerdo común, el tabú instalado permanentemente en las calles.
Las horas transcurrieron lentas bajo la niebla densa. El pueblo estaba desierto por el descanso imposible y el miedo a transitar entre los vapores húmedos.
El segundo aullido se prolongó en el tiempo en un palpitar aterrorizado de los corazones. La niebla pareció acuchillada, pero su muerte era lenta y pesada y en todo caso, en la mente colectiva primaba el convencimiento, de que aun su cadáver les aprisionaría.
El hombre se despertó caído en el suelo, con los cantos clavados en sus riñones y el miedo agarrado a su garganta. Miró alrededor buscando un lugar donde esconderse, para escapar del miedo que patrullaba las calles y se dio cuenta de que eran las calles, envueltas en la niebla, las que se escondían de él.
Al volver una esquina se encontró desparramados los cadáveres de las ovejas de Parmenio, fuera de su corral, mezclando su sangre con la de los perros y más allá, como queriendo cerrar las puertas del aprisco, los restos del pastor, colgando como guiñapos del dintel.
El hombre quiso llorar al ver otra vez el horror señoreando las calles de su pueblo, pensó en los hijos de Parmenio, en la soledad de su viuda, en los ojos inocentes y atormentados de las ovejas y quiso llorar, quiso gritar, pero desde una parte de su ser que no era humana, acometió a la niebla el tercer aullido.
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