jueves, 3 de marzo de 2011

TAPIAS

Cuando las paredes que delimitaban las posesiones eran de tapial, tenían la base ancha, para luego reducir, poco a poco su grosor hasta cierta altura. Desde allí para arriba, se seguían construyendo con adobes y se remataban con tejas, al solo objeto de evitar la erosión de la lluvia.
Eran paredes de huerto, tapias de corral de animales, macetas de enredaderas. Paredes con la puerta abierta, que guardaban el alma de la gente al amor de la fogata y de la familia.
Después llegaron las paredes de bloques y ladrillos. No es que no estuvieran inventadas, no. Lo que se descubrió fue la forma de comprar los ladrillos y los bloques de hormigón, dando esquinazo a la macal.
Paredes rectas y ya sin límite de altura y ligadas con cemento comprado y no con barro de arcilla y paja amasados con trabajo.
Como son paredes resistentes a las inclemencias, terminan desnudas o vestidas con cristales rotos, para asustar a los que saltan tapias. Si no guardasen alguna posesión, no merecerían ser escaladas. Paredes con alarmas y cerrojos, perros y vigilantes, que más que proteger, encierran a quienes las habitan, dejándoles a merced de los peligros interiores.
Llegado es el tiempo de no fiarse ni de las paredes. Lo que ya es demasiado grande, se guarda con alambradas.
Vallas electrificadas, que amenazan de muerte a quien las viole. Cercas de la vergüenza que separan a los hombres por sus planes para comer mañana. Alambres de espinos que desgarran a los que más allá, ven la misma tierra y las mismas piedras.
Vallados de las cárceles, de los cuarteles, de los latifundios, de las fronteras, del frente de guerra.
Lo malo de las alambradas es que si te sitúas cerca de ellas y ves a alguien al otro lado, terminas por no saber contra quien de los dos existe la valla.

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