Cuando yo era chiguito disparaba con el ramal (tirachinas) a los pardales. Casi nunca les acertaba, la mayor parte de las veces huían en un revoloteo alarmado y me dejaban con dos palmos de narices.
Otras veces escondía, como mandaba la vieja sabiduría de los chavales, pajareras en las boñigas de las vacas que tenían granos de trigo, restos del menú vacuno de la trilla. Más que llevar la pieza a casa, lo excitante era la llamada del ancestral instinto. Preparar la pajarera, acechar escondido tras una esquina y correr excitado al oír el chasquido de la trampa al saltar, el revoltijo de plumas en el aire. Al llegar, el resultado era lo suficientemente repugnante como para desperdiciar la pieza.
Esta era una forma común de vivir la infancia en el pueblo, poco más o menos como deben de vivirla los críos de cualquier tribu de la selva, aprendiendo el oficio de cazador.
Durante unos años me llevaron a vivir a un sitio donde no abundan los pardales, donde no andan las vacas por la calle, donde hay que elegir entre asfalto o barro. Sustituí la afición a la caza de gorriones por el juego de la pelota, las calles por el frontón, las travesuras por los paseos.
A la vuelta de un par de años unas vacaciones volví a pisar tierra y cantos, a respirar el olor a mies segada, a sumergir la piel en la corriente del río. Una mañana recuperé una vieja pajarera y me dispuse a recordar viejos tiempos. Abrí con cuidado los arcos, cogiendo la trampa por la parte de abajo de los muelles, hice presa de la sujeción que accionaba el mecanismo, coloqué una generosa miga de pan de cebo y coloqué la pajarera en el suelo, tapando las alambres con un poco de tierra.
Esperé tras una esquina conteniendo la respiración, temiendo que los latidos de mi corazón advirtieran a los pardales, hasta que un incauto gorrión se posó a unos centímetros del pan. Se acercó a saltos desconfiado, miró alrededor y al fin picó en la trampa que saltó con el pájaro en sus fauces.
Me acerqué corriendo, como si temiera que se me escapara el bicho y al llegar vi al pardal preso por el pecho entre los hierros.
Cuando le tuve en la mano el pobre pájaro abrió el pico y cerrando los ojos espiró con el corazón reventado. Al sentirlo tan liviano, aún tan caliente, me pareció tan inútil su muerte, tan irreparable la pérdida que me sentí observado por todos los pardales del mundo y me invadió una pena sorda.
Desde aquel día llevo un rebojo de pan en el bolsillo para disfrutar de como lo comen los pardales sin trampa y nunca he vuelto a cazar.
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