Cuando empujé la puerta, el pasillo estaba lleno de polvo y hojas secas, los rincones de telarañas y en el aire flotaba una cierta humedad. Pronto percibí olores familiares a madera de chopo, y a pesar de los años, también a humo de la hornera.
Pude comprar la vieja casa de mi abuelo, deshabitada durante muchos años, y a penas me introduje en ella, volví a saborear miles de sensaciones de quien ha recuperado su infancia, de quien ha vuelto a su patria.
A los pocos minutos, según la recorría, empecé a detectar en el ambiente una presencia que no me asustaba, sino que me arropaba y me acompañaba en mi recorrido por las habitaciones.
Reconocí cada cortina, cada mueble, cada objeto como si hubieran sido habituales en mi vida desde siempre.
Al volver el pasillo del piso de arriba, en el rincón que guardaba el reclinatorio desde que mi abuela murió, me pareció ver por un instante los surcos escritos en su cara, su boina echada hacia atrás, su barba áspera que lijaba el cuello de su camisa. Mi nariz percibió aquel olor a tierra seca de los tapiales en su chaqueta, oí rozar la pana de sus pantalones y casi estoy seguro de haber visto sus ojos pequeños mirándome. Escuché el sonido de mis recuerdos cuando decía, no, rogaba; No dejéis caer la casa.
Juntando una perra de aquí y otra de allá y con mucho trabajo, mi mujer y yo empezamos a restaurar la casa para que siguiera siendo el lugar al que volver. Arreglamos el tejado con tejas nuevas, cambiamos las ramas y céspedes por sándwich de polietileno para espantar al frío y cerrar el camino a las mostolillas. Enderezamos las paredes con placas de yeso, hicimos correr el agua por tuberías nuevas, sustituimos el calor de la hornilla por el de los radiadores.
Cada ruido en la noche, cada crujir de las tablas del suelo, cada corriente de aire que golpeaba las ventanas, me recordaba la presencia de mi abuelo en la casa. Pero a medida que la casa cambiaba de materiales y de distribución, los ruidos iban disminuyendo, cada vez que un olor se perdía, al retirar viejas tablas, sentía la presencia más lejos.
Una noche me desperté de repente con la mente extraordinariamente despejada, con todos los sentidos alerta, sin miedo, en paz. Mi abuelo me dijo que la casa tenía al fin dueño, que sus paredes son mis paredes, que ahora a mi me corresponde defenderla, que sus olores ya no son los viejos, sino otros distintos, con más vida por delante. Que él se iba al fin de la casa.
Al día siguiente me pareció volver a verle subiendo los escalones de la bodega y en voz baja le interrogué. Él me respondió que estaba donde siempre estuvo, en el lugar en que uno vive para siempre. Cuando me busques, búscame en tu corazón y en tus recuerdos.
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