A pesar de todo, Don Antonio Machado amaba a mi tierra y la pintaba en sus ocres y en el verdor de los álamos junto al río. Pero algo me distanció de él cuando leí aquello de “Metida en sus andrajos, desprecia cuanto ignora” y cuando pintó paisanos como “atónitos palurdos sin danzas ni canciones”. Me di cuenta de que aunque nos amaba, no terminaba de querer ser uno de los nuestros.
Al cabo de un tiempo, Don Miguel me hizo reconciliarme con mi tierra, desde las páginas de los libros, escritas con las palabras que oí desde niño vagar por las llanuras descarnadas.
Los que a otros ojos eran atónitos palurdos, resultaron ser portadores de la ancestral sabiduría.
Daniel El Mochuelo, el señor Cayo, Melecio persiguiendo patirrojas, herejes incomprendidos en su tiempo, santos inocentes víctimas de la España más profunda, amante de la sombra alargada de los cipreses.
Y reconocí en él la lengua que aprendí de los míos, vi que sentía como yo correr el viento del invierno en las parameras, que elevaba a la categoría de cultura el saber popular, que sabía describir como nadie el miedo a la helada negra.
Muchos escritores escriben en español, pero nadie ha sabido como don Miguel escribir en castellano.
A pesar de la dureza de una lengua propia de barbechos y rastrojeras, gracias a don Miguel Delibes, cuando hablo en castellano, tengo la impresión de paladear el más delicioso de los manjares.
Aunque hoy hace dos años que nos dejó, quiero decirle hasta siempre, don Miguel, maestro.
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