Echaron a correr como locos por la calle abajo con esa corriente eléctrica que sube desde el bajo vientre hasta las axilas y hemos convenido en llamarla miedo.
La Casa del Cura son esos restos de un caserón que, hace un siglo, Doña Margarita, una rica mujer sin descendencia, cedió al pueblo para alojar al párroco de turno.
¿A que no hay lo que tiene que haber para montarnos una güija en La Casa del Cura?
Llamarían al espíritu de Don Nicolás, aquel cura recto, tirano y amante del ordeno y mando.
Menuda venganza dulce. Seguramente el espíritu del cura, sin nudillos con los que dar capones y sin el vuelo del manteo con el que remangar latigazos, sería mucho menos temible de lo que fue en vida.
Todos recordaban la férrea disciplina que imponía Don Nicolás, tanto a los chiguitos asistentes a la doctrina en el portal de la iglesia, como a los labriegos rudos, pero sumisos, en aquellos años del sí, señor. También recordaban las mujeres a Fermina, la hermana del cura, que pasaba revista a los vecinos a la entrada de la iglesia, comprobando el correcto vestir, para asistir a la Santa Misa.
Nada de piernas sin medias, velo colocado correctamente, Los chavales con pantalones largos y con calcetines y nada de ir en mangas de camisa.
Empujaron la puerta pesada de madera y se colaron dentro del caserón abandonado, con unas voces y risotadas que emitían con ritmo descendente a medida que se iban adentrando en la vieja casa en ruinas.
Alguien sacó una linterna, por si había que ver la cara de algún fantasma y colocaron el tablero de la güija sobre un cajón de fruta que había por allí.
Don Nicolás, si usted nos escucha (cualquiera le trataba de tú, ni muerto) manifiéstese.
La lechuza hizo una pasada sobre sus cabezas y los pelos de aquellos bigardos, se erizaron como enchufados a la luz. Alguno hizo el primer amago de huir, pero el grandullón les dijo que vaya pandilla de mariquitas histéricas, que prietas las filas.
Don Nicolás ¿está usted aquí? y el vaso se fue al sí como un tiro. La flojera de piernas iba en aumento.
Que os digo que el cura está muerto y bien muerto, al primero que corra le corto las orejas, bramó el grandullón.
Si no te sabías la respuesta, por no estudiar el catecismo, Don Nicolás te sacudía en la cabeza de refilón, a modo de coscorrón deslizante pero contundente con la enorme llave de la iglesia. Uno se rascaba con violencia un rato, sin saber si quemaba o escocía.
En el segundo vuelo, la lechuza tropezó con un viejo armario polvoriento, arrimado a la pared y de lo alto, cayó oxidada y herida por el tiempo; ¡La Llave!
La Llave fue a caer de refilón, a modo de coscorrón deslizante pero contundente, sobre la dura mollera del grandullón, que prendió pies despavorido y detrás de él, todos los demás.
La cuesta abajo favoreció la velocidad de la estampida, los gañanes entraron en el bar colorados pero como si tal cosa.
Cuando el pueblo le ganó la guerra al obispado y recuperó La Casa del Cura, mandaron a los albañiles a empezar la rehabilitación y éstos, se encontraron tirado en el suelo un tablero de güija y un vaso roto.
A los tres días, los albañiles abandonaron la casa y no volvieron ni a cobrar.
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