Al fin se ha abierto un claro en el rostro negro del cielo. Ha llovido tanto, que se han secado las calles de tanto rodar vuestras lágrimas.
Corría entre los campos vuestro hartazgo hecho río, arrasando a su paso rabioso las esperanzas de respirar el sol, lavando las sales que blanquean la tierra, para terminar por disolver las piedras en un pequeño mar con dos orillas, cada vez más separadas.
Y todo porque, a pesar de vuestras plegarias, el uni-verso ha querido derramar sobre vosotros la fluidez enfurecida de un torrente.
Pero al fin, el negro de la noche es inmaculado y las estrellas no pueden ser manchas, son los reflejos de vuestros ojos, clavados en una inmensidad que devora esperanzas.
Os habéis apiadado, habéis bajado de la cruz a vuestro propio sufrimiento, aun tenéis fuerzas, y mientras todo el pueblo miraba, colocabais en una urna funeraria vuestra propia historia, cada segundo muerta ya y resucitada.
Esa forma de vivir muriendo recorrió, una vez más, el suelo oscurecido de vuestras calles eternas y vosotros volvisteis a adorar a la muerte que os habita desde siempre.
Aunque no concebís otra forma de vivir que la de ir muriendo, yo sé porque soy de los vuestros, que una vez encerradas las estatuas en el recuerdo oscuro, volveréis a empeñaros en morir viviendo.
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