A otros les da por otras cosas, pero a mí me gusta hacer el pan si tengo tiempo.
¿Cómo no me va a relajar ese color de la harina cernida, ese esperar sin prisas que se cumpla cada rito, ese recuerdo de las horas pasadas de niño en la panadería de mi vecino Columbiano?
Se necesita un espacio en una mesa grande, unas manos limpias y si puede ser, unos ojos que esperen que se repita el milagro.
En un recipiente, de esos que ahora nos da por llamar bol, se pone medio litro de agua tibia, en el que disolvemos cincuenta gramos de levadura, una cucharada sopera de sal y un generoso chorro del mejor aceite de oliva que nos podamos permitir. Hay quien le añade una cucharada de azúcar y hasta la clara de un huevo, pero a mí me parece que el pan sabe mejor cuando lo hace quien economiza, quien recuerda la necesidad y se apaña con lo mínimo.
A golpecitos de colador cernimos un kilo de harina de fuerza y nunca habremos visto nieve más limpia, tacto más suave.
Vamos mezclando el líquido con la harina con cucharón de madera y la pasta va engrosando pesada, pegajosa, agarrada a las paredes del bol y al cucharón.
El comienzo del amasado no presagia nada bueno. Hemos esparcido un poco de harina sobre la mesa, para que la masa no se pegue y se vaya nutriendo, pero la mezcla insiste en pegarse a los dedos. No hay que desfallecer, se necesita trabajo. Más harina sobre la mesa y la masa la absorbe, las manos amasan y a base de esfuerzo, como siempre, el resultado va siendo más compacto, más suave y ya empieza a oler a pan.
Unos veinte minutos de pelea contra la mesa y la masa y ya tenemos casi medio proyecto encarrilado. Ponemos la masa en un lugar cálido y la cubrimos con un paño.
Hay que esperar, algo más de media hora y yo suelo hacerlo en compañía de un café. Mientras recordamos la sementera, la siega, la trilla, el sudor de quien se empeñó en cambiar dolor de brazos por vida de trigo. La masa va creciendo, esponjándose, esparciendo en el aire el olor de la levadura.
Puede que el pan haya triplicado su tamaño y volvemos a amasarlo sobre la mesa, para explotar las mil burbujas de aire de su interior y volver a reducir su tamaño al original.
Es hora de dar forma a la obra. podemos hacer barras o bolas, pero a mi me gusta que sea una hogaza rotunda, fuerte, muy de la tierra que la alumbra y de la memoria que la huele. Cuatro cortes de navaja afilada en sus extremos y en el centro, la eme mayúscula de mi hija María, que es por quien cada mañana me levanto a ganar el pan.
Hemos precalentado el horno a doscientos grados y metemos dentro el pan a que se fragüe. Si queremos esa corteza fuerte y crujiente, conviene meter dentro del horno un recipiente con agua, para que llene de humedad el ambiente de ese útero en el que nuestra hogaza va creciendo y esponjando de nuevo.
A los cuarenta y cinco minutos, sale a la luz la hogaza alta, madura, crujiente, a disfrutar del aroma que por la casa ha esparcido el horno y la pondremos, si puede ser, sobre una rejilla para que no condense humedad en la base y no se reblandezca.
Conviene armarse de cucharón y ternura que espanten las manos ansiosas de pellizcos, si no queremos ver mermar la hogaza antes de que se enfríe. Al fin dejarse llevar y pellizcar con los otros, paladeando el sabor dulce del trabajo.
Jod... que hambre y que gula mala, lo voy a hacer ahora mismo...Beso
ResponderEliminarBuen provecho. Un abrazo.
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